Santos: Agustín, obispo y doctor de la Iglesia; Hermetes (Hermes), Alfrico, Alejandro, Bibiano, obispos; Julián, Pelagio, Fortunato, Barsabia, Ambrosio, Gayo, Antés, mártires; Moisés, anacoreta; Calínico, patriarca.

El más grande de los Padres de la Iglesia y uno de los hombres más fuera de serie de la humanidad fue, por su propio testimonio, «hijo de las lágrimas de su madre». Y si él lo afirma, ¿quién le quitará la razón? Era africano. Nació en una pequeña población de Numidia –la actual Argelia–, llamada Tagaste, de padre pagano y madre cristiana; el padre se llamaba Patricio y la madre lucía el nombre de Mónica, dechado de madres santas.

Dotado de ardiente imaginación y con un temperamento apasionado, sobresalía por su vivísima inteligencia. Gusta y saborea el triunfo en Cartago como entendido en literatura, elocuencia, arte y filosofía, pero aquel chorro de gloria le desvía de los principios cristianos que su madre le inculcó cuando era niño; se dejó arrastrar por el fresco y acariciante viento de las pasiones (vivió catorce años con una mujer, de la que tuvo un hijo, Adeodato), desviándose hacia los errores, entre ellos, el maniqueísmo, dejándose engañar por la aparente rectitud, pureza y austeridad que proclamaba. Lo dejó, defraudado, por ser un hombre hecho para la verdad, cuando se dio cuenta de que allí no estaba, como tampoco la vio entre los poetas, los retóricos ni en las antiguas teogonías.

Marcha a Roma, dejándose acompañar por su madre, en el 383. Abre en Milán una cátedra de elocuencia que él llamará luego «tienda de verbosidad y vanielocuencia». Escuchó a san Ambrosio y se aplicó al estudio de las Sagradas Escrituras. Llegó a verter lágrimas al escuchar el canto de los fieles que le traían la paz. Pero sigue atormentándole la búsqueda de la verdad que se acrecienta con las muchas incertidumbres descubiertas en el estudio de los filósofos académicos. Platón y Plotino le descubrieron insospechados horizontes, pero su cambio profundo se produjo cuando se entregó de lleno al estudio de san Pablo, derribándose el castillo de sus vanidades de modo definitivo.

En el 386 se entrega al estudio metódico –para que no hubiera lagunas– de las verdades cristianas, y se sintió ganado para la fe con la disposición de ser consecuente con la verdad sin reparar en lo costoso. Ahora entra la etapa de la meditación. Renuncia a la cátedra e inicia solo con su madre y algunos amigos el retiro de Casiciaco, cerca de Milán, entregándose a la contemplación; va descubriendo que solo vale la pena vivir para la verdad, el alma y Dios. Pone en ello toda su fogosidad temperamental. ¿Esfuerzo? Mucho. Entre lo humano y lo divino, entre la libertad y la gracia, entre la rebeldía de la carne y el anhelo del alma. Culmina con la recepción del bautismo administrado por san Ambrosio de Milán el 23 de abril del año 387.

Decide el regreso a África. En Ostia le sobreviene a Mónica la muerte. A su llegada a Tagaste se nota el cambio por la venta de todos sus bienes cuya cuantía distribuye entre los pobres; comienza con sus amigos a vivir retirado en la contemplación, la oración y el estudio; probablemente fue el germen de la futura regla monacal que lleva su nombre.

Fama de santidad aclamada por las voces de la gente. Se ordena como presbítero y en el año 396 sucede en el episcopado de Hipona a Valerio; en su casa episcopal establece el modo de vivir monacal.

Su actividad como obispo es extremadamente grande. Atiende a sus fieles con dedicación sin límite; predica y polemiza, cuida de sus pobres, preside concilios. Da criterios acertados para la solución de problemas de sus fieles después de haberlos madurado en la oración y a la luz de la Escritura santa. De todas las iglesias locales, próximas y lejanas, le llueven preguntas y cuestiones de la más diversa índole, pidiendo luz y consejo para los problemas de fe más arduos. Tuvo que intervenir en la explicitación de la fe verdadera ante las dificultades filosófico-teológicas que planteaban las herejías, principalmente las del maniqueísmo, arrianismo, pelagianismo y priscilianismo rechazados, con claridad y fuerza, empleando un lenguaje apasionado y cálido, expresivo y personal que, a la vez que facilita el convencimiento, seduce.

El pensamiento moderno lo considera como principal portador e impulsor del pensamiento cristiano que lo lleva en su época a cimas jamás alcanzadas en temas antropológicos y soteriológicos, expresando con una gran claridad y precisión al tiempo que abre sorprendentes expectativas a la contemplación.

Entre la muchedumbre de sus escritos portadores del saber de su tiempo, se señalan como obras capitales Confesiones (genial historia de su vida narrada con la humildad de quien mascó el error y gozó de la misericordia divina, como primera autobiografía de la literatura universal), La ciudad de Dios (en donde explica la historia desde la perspectiva de la Providencia con ocasión de la invasión bárbara y la caída de la civilización occidental). Las obras teológicas son exposiciones clarificadoras de las polémicas, Sobre la Trinidad, Sobre la Libertad, Sobre la naturaleza y la gracia. Magistrales se muestran los comentarios a la Sagrada Escritura, entre otros, sus Comentarios a los Salmos, Comentarios al Génesis, los Tratados sobre san Juan, las Epístolas y los Sermones.

Insiste en la necesidad de la razón para llegar a penetrar en los dogmas de la fe, al tiempo que afirma y reconoce que la fe en sí misma ayuda a comprender. Pero tanto la fe como la razón encontrarán verdadera eficacia solo si están vivificadas por la caridad que las hará operantes.

Murió el genio con el santo el año 430.

Quizá por su intenso vivir humano, tan pleno de espíritu, se ha clamado por el recurso a él principalmente en los períodos de mayor oscuridad al contemplar la necesidad de firmeza y de doctrina.