1 Corintios 4, 6b-15

Sal 144, 17-18. 19-20. 21 

san Lucas 6, 1-5

 Algunos comentaristas señalan que san Pablo era muy celoso de las comunidades que él había fundado. Una de estas era la de Corinto, a la que dirige la carta que leemos en la misa de hoy. Sabemos que se habían dado algunas divisiones en el interior de la comunidad. No se trataba propiamente de cismas ni de personas que dejaran la fe sino de grupos que se formaban alrededor de uno u otro personaje. San Pablo es consciente de que él ha fundado esa comunidad y por eso escribe con ese tono. Los destinatarios entendían bien de qué se trataba.

En primer lugar el Apóstol se dirige a todos los arrogantes. “¿Quién te hace tan importante? ¿Tienes algo que no hayas recibido?”. En las cosas de Dios hemos de tener claro que todo nos ha sido dado. Vivimos en la fe porque Dios se ha compadecido de nosotros y nos ha otorgado su gracia. Pero, además, aquí san Pablo parece dirigirse a los que habían sido evangelizados por él y ahora se colocan por encima. Por eso contrapone a los apóstoles (entre los que se incluye) a esos nuevos líderes y señala esa lista de contraposiciones cuya finalidad era avergonzar a los lectores con el fin de que recapacitaran. Está claro que aquellos hombres que habían recibido la fe habían olvidado su origen. Quizás el Señor los había bendecido con algunos dones singulares (lenguas, profecía…), pero eso no los colocaba por encima de nadie y, mucho menos, de los apóstoles.

San Pablo reivindica aún más su función señalando que, ahora que ya eran cristianos, podían encontrar muchos tutores pero que sólo él los ha engendrado para Cristo Jesús. En esa afirmación no se recoge sólo una llamada sobre la historia de los corintios y su entrada en la Iglesia sino que se señala otro aspecto fundamental. En nuestro caminar como cristianos podemos, a lo largo de nuestra vida, encontrar personas, doctrinas o experiencias en las que apoyarnos en un momento dado. Algunas de ellas pueden ser muy singulares y suponer un fuerte impacto en nosotros, pero nunca pueden hacernos perder de vista la primacía de Jesucristo y de la Iglesia.

San Pablo no es un maestro más que puede ponerse al nivel de otros. Él es un Apóstol. En el orden de la salvación y en la organización de la Iglesia juega un papel singular. No todo es igual. Nosotros no podemos dejar de reconocer esa jerarquía de verdades y bienes con la que Dios sale a nuestro encuentro. Un maestro espiritual o un líder o director nunca está al nivel del Magisterio ni del Evangelio. Es más, él mismo debe reconocerse sujeto a la Iglesia y heredero de una tradición. La fe que predica antes le ha sido regalada a él.

Que María, la primera discípula del Señor, nos acompañe en el camino de la vida cristiana para que siempre sepamos reconocer la voz de Jesucristo y seamos capaces de seguirla.