Efesios 3, 14-21

Sal 32, 1-2. 4-5. 11-12. 18-19  

San Lucas 12, 49-53

“Hermanos: Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano.” Cuando nos arrodillamos podemos hacerlo por costumbre, por mimetismo o sin pensarlo. Pero deberíamos pensar lo que hacemos al ponernos de rodillas. Nos acercamos al suelo, nos hacemos más bajitos (aún más), y tenemos que levantar los ojos. Ayuda increíblemente a la humildad, ayuda a centrarnos y sentimos recogidos el alma y el cuerpo.

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” Esa angustia se vive de rodillas y hasta sudar sangre. Creo que todos tenemos en la retina la imagen de Juan Pablo II de rodillas ante la puerta santa. Un cuerpo ya débil, mayor y enfermo; pero que a la vez se humillaba ante Dios, toda su fama, su “poder” era prestado y sólo podía pedir y agradecer. Así hacemos también cuando nos arrodillamos. Ojalá cada uno de los que formamos la Iglesia estuviésemos más tiempo de rodillas y pudiésemos sentir las manos de Dios, nuestro padre, que nos levanta como se levantó al hijo pródigo para llenarnos de su misericordia.

“Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.” No tengo ningún reparo en imaginarme a la Virgen de rodillas, es más, le pido a ella que me ayude a arrodillar mi cuerpo, mi alma y mi corazón con su misma sinceridad.