Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12

Sal 45, 2-3. 5-6. 8-9

san Pablo a los Corintios 3, 9c-11. 16-17

san Juan 2, 13-22

En este día, desde la ventana de mi casa se ve el Vaticano… Siempre se ha visto, pero quizá me molestaba el sol y bajé las persianas, encendí la lámpara del despacho, y me dediqué a mis cosas: mi parroquia, mi familia, mis amigos, mi trabajo, ¡»mi» oración! ¡mi capillita!… ¡Qué mundo más cerrado; ahora me doy cuenta! Y, sin embargo, no podía yo concebir que hubiese vida fuera de allí. Me acostumbré a su penumbra como se acostumbran los ojos a la oscuridad, y hasta sus tinieblas me parecían luz. Si me llegaba el eco de alguna voz que venía de fuera, apenas lo escuchaba: «¡No tengo tiempo ahora!»: mi parroquia, mi familia, mis amigos, mi trabajo, ¡»mi» oración! ¡mi capillita! Cuando las cosas iban bien en este pequeño mundo, se me antojaba que la Creación entera debería estar de fiesta; y, cuando se me desmoronaba mi universo, no conseguía encontrar un motivo que hubiera impulsado al sol a salir esa mañana… «¿Cómo pueden cantar hoy los pájaros -me preguntaba- mientras la tristeza lo está invadiendo «todo» (sí, «todo», porque en mi ceguera creía yo ser «todo» mi pequeña habitación)?

Esta mañana, mi madre, la Iglesia, ha irrumpido en mi dormitorio como lo hiciera mi madre carnal hace muchos años: de repente, sin previo aviso, tirando de las cortinas y levantando las persianas para que un torrente de luz lo inundara todo, mientras ella entonaba unos versos que aún recuerdo bien. Y. como hiciera entonces, también hoy me he llevado, en un primer momento, la mano a los ojos, no queriendo despertar ni salir de aquel mundo de mis sueños. Pero, también como entonces, al final he tenido que rendirme y afrontar con valentía el gozo de la luz. Desde mi ventana he visto el Vaticano. En mi capillita he celebrado la misa en acción de gracias por la dedicación del templo en que ofrece el Santo Sacrificio el Romano Pontífice; y me he cogido fuertemente a su temblorosa mano al consagrar el pan y el vino, descubriéndome gozoso como hijo de una Iglesia universal, católica. Y aquellas preocupaciones, que me parecían todo cuando yo no veía más que mi mundo, se han recogido y han dejado entrar en mi alma a todas las intenciones que pueblan ese corazón como un mapamundi que arde en el pecho del Papa: Jerusalén, América, las misiones, el diálogo ecuménico, los enfermos de sida, los drogadictos, la víctimas del terrorismo y de la guerra y sus verdugos, el progreso humano de las ciencias… Y entonces he descubierto que tengo el corazón muy grande; muy grande y muy desaprovechado.

No quisiera, Madre mía, que estas ventanas se cerraran de nuevo; no quisiera descender de la Cruz, levantada en alto sobre el mundo; no quisiera perder la luz que me obliga a mirar a Roma. Un día me lo enseñaron, y hoy te lo repito a ti, como una súplica: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam».