El Evangelio es bien explícito. Jesús se dirige a Jerusalén, que en el año 70 será arrasada por las legiones romanas al mando del general Tito. Jerusalén era entonces una ciudad bastante digna con un portentoso templo que admiraban todos sus ciudadanos. Es más, estaban orgullosos de él. Parecería que una obra de aquel calibre no podía sucumbir nunca. Y Jesús, que nota que están en otras cosas y han perdido de vista lo esencial, dice llorando (con lágrimas, que hay que fijarse en cada palabra del Evangelio, que no hay tantas pero todas están por algo): “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!”.

Jerusalén, sus habitantes y sus autoridades, no reconocieron al Mesías que venía a liberarlos. La destrucción posterior de la ciudad es signo no sólo de la caducidad de la Antigua Ley, sino también del destino de todos los que no reconocen a Jesús. Al final son asediados. Se sienten seguros pero están en extrema debilidad.

Reconocer a Jesús también hoy. ¿Dónde? En la Iglesia. Amándola con pasión, queriendo a sus pastores, devorando el magisterio. El Catecismo hay que sabérselo de memoria. Reconocer a Jesús en la Eucaristía. Adorándolo en el sagrario. Saboreándolo en la comunión, que a veces comulgamos con una indiferencia que da pena, y ni siquiera le damos un escueto gracias. Reconociéndolo a nuestro lado en todas partes. Si obramos así, como Dios nunca nos abandona, aunque se repitan situaciones muy difíciles.

La primera lectura, del Apocalipsis, que es un libro de consolación, nos anima a la esperanza. Juan llora porque no se puede abrir el rollo. Pero enseguida se le hace saber que Jesucristo ha vencido. Aparece el Cordero, con las señales de la pasión (“se notaba que lo habían degollado”), pero victorioso. Él es quien, con su sangre, ha redimido a los hombres. No podemos dejar de contemplar a Jesús crucificado. En Él reconocemos el gran amor de Dios por todos nosotros ya que, para liberarnos de la esclavitud del pecado, entregó a su propio Hijo.

Al mirar a Jesucristo aprendemos que la Cruz no sólo es el medio de salvación elegido por Dios, sino que, también, se nos ofrece para vivir y encontrar en ella las fuerzas para cada día. Frente a la tentación de poner nuestra seguridad en nuestras obras (como Jerusalén), tenemos la enseñanza del Crucificado. Ahora está glorioso y lo podemos contemplar de esa manera, pero su verdadero rostro, el del amor de Dios, se nos ofrece en la Cruz. Allí no vemos sólo a donde conduce la maldad de los hombres sino que, también, nos habla elocuentemente el amor de Dios.

Que la Virgen María sea para nosotros fuente de consuelo y fortaleza