Llevamos toda esta semana viendo las grandes promesas divinas al pueblo elegido de Israel. En la primera lectura la profecía-promesa del profeta Natán establece la elección de Jerusalén como ciudad santa ya que el arca de la alianza pedía un templo en el que habitar. También, había que asegurar la descendencia o dinastía davídica ante la esterilidad de la mujer de David, al elegir la dinastía davídica como depositaria de las promesas divinas, Dios promete que “permanecerá por siempre”, resolviendo la incertidumbre. Así lo comprobamos en el salmo 88 y en el Evangelio de hoy de la anunciación: Jesús, recibe el trono de David, su padre, y su reino no tendrá fin.

 A nosotros, los cristianos, el nuevo pueblo de Dios, se nos ha revelado el “misterio mantenido en secreto durante siglos”, anuncia San Pablo en la segunda lectura de la liturgia. Con la predicación del Evangelio de Cristo Jesús, recibimos la fortaleza y a fe que nos ayuda a conocer y obedecer a Dios. Sabemos muy bien, y cada día lo vamos descubriendo, que el secreto de la felicidad en nuestra vida es obedecer a Dios. Así nos lo va repitiendo una y otra vez la revelación bíblica. El Señor nos ama, y su amor es fiel y leal. Por ello, la importancia de descubrir nuestra propia elección en el amor por Él, aceptarla y responder con lealtad a ella. Así lo viven los israelitas y luego los apóstoles. También la Virgen María lo cree así y se deja llenar de gracia por Dios, respondiendo con una fidelidad plena a Él. Esta obediencia le llena de gozo y felicidad por la gracia que redunda en todos nosotros, en la humanidad, por su participación en el misterio de la redención.

La obediencia al Señor nos lleva a escuchar su Palabra, a tener una relación cercana con Él, a acudir a recibir su gracia en los sacramentos y, por tanto, nos ayuda a que nuestro actuar sea conforme a su voluntad divina, o sea, a hacer lo correcto, lo bueno. Y cuando se va viviendo con esta certeza, cada vez más, experimentamos la auténtica felicidad. Cuando somos niños lo entendemos rápidamente y parece fácil. Pero ha medida que vamos creciendo todo se complica, nosotros nos complicamos y vamos perdiendo esta actitud creyente de vida. Cuando hablo con los jóvenes, ellos se dan cuenta rápido y siempre me  preguntan que hacer para evitarlo. La respuesta es que lo que a mi me funciona es no parar de conocer a Jesucristo a través de vivir su Evangelio, de tratar con Él y de aprender día a día a ser fiel, luchando con constancia por mantenerse en la obediencia, aún teniendo que levantarme una y otra vez por culpa de mi pecado ¿Tú lo haces?