Nos encontramos a inicio de año, y normalmente, muchos de nosotros arrancamos con una lista de buenos propósitos para el año entrante. Cuantas veces nos ha pasado que descontentos con alguna actitud nuestra, con alguna relación, con algo que se refiere a la vida profesional o familiar, buscamos cambiar. ¡Que sano el deseo de cambiar! Pero, ¿no te ha pasado que detrás de ese deseo de cambio, muchas veces lo posponemos y posponemos hasta una fecha señalada? Por ejemplo: Cuando acaben las vacaciones… cuando cumpla los 40 años… ahora que cambio de trabajo… cuando nazca mi primer hijo… Y entre estas fechas está el del comienzo de un año. Popularmente se dice: “año nuevo, vida nueva”, refiriéndose a que con el comienzo de un nuevo tiempo uno aproveche esa circunstancia para un cambio en la vida.

De chaval yo fumaba bastante, y recuerdo que tenía el deseo de dejarlo. No encontraba la ocasión. Afectaba mi vida de deporte, llegaba a casa y la ropa olía a tabaco, en invierno tosía un montón, carraspeaba como un descosido… eran cosas que no me gustaban nada y sin embargo no encontraba la ocasión para dejarlo. Al acabar la carrera y empezar a trabajar, decidí que mi primer día de trabajo se convirtiera en mi primer día de dejar de fumar. Efectivamente así pasó. Había leído en algún sitio que se podían aprovechar la inercia de un cambio externo para hacer otros cambios en la vida personal.

A un nivel de carácter o a un nivel moral, todos tenemos también el deseo de cambiar y llegar a ser mejores personas. Y si que es verdad que uno puede hacer un esfuerzo por implementar cambios en la vida, pero todos constatamos que la fuerza de voluntad es frágil. Empezamos y paramos, damos comienzo y nos cansamos… Por eso es importante la gracia de Dios que fortalece la voluntad humana para construir nuestra vida según el plan de Dios.
Felipe se había encontrado con el Señor, con Jesús. El texto lo explica:

Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret».

Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?». «Ven y verás», le dijo Felipe.
Felipe probablemente hubo experimentado un cambio en su vida, por la experiencia de la amistad con Jesús, un amor incondicional, una mira limpia, una aceptación total… Por eso Felipe lo recuerda como el de la ley de Moisés, el esperado, el Salvador, el Mesias, el que vino a devolver la vista a los ciegos, a romper las cadenas de los cautivos, etc. Para Felipe no fue cualquier encuentro, fue la experiencia de Jesús, el hijo de José de Nazaret, un hombre concreto, en quien encontró la fuerza del amor. No fue una energía, no fue una nube, no fue una llama de fuego, signos de la presencia de Dios para los judíos. Sino que fue Jesús, el hijo de José de Nazaret.
Natanael, no podía entender que de un hombre cualquiera pudiese salir fuerza alguna; que de un hombre sencillo como Jesús, que de alguien de un pueblo pequeño como Nazaret, pudiese salir el poder para generar cambios en cualquier persona. Por eso Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?», como poniéndolo en cuestión; pues él que no esperaba nada sino se daban garantías de que fuese alguien con poderes extraordinarios.

De Jesús, de la sencillez de su humanidad, no debiéramos esperar que emanen rayos y truenos como en las películas de super héroes (como si éstos fueran signos de su divinidad), sino que el poder y la fuerza de Jesús para transformarlo todo residen en el amor extraordinario que emana de su corazón. Por eso Felipe le contestó a Natanael: «Ven y verás», es decir, ven y encuéntrate con Él; ven y descúbrele; ven y conócele en profundidad.

Es el encuentro con Jesús en el silencio de la oración donde encontramos las fuerza para perseverar en los cambios que deseamos realizar para crecer y madurar como personas según el plan de Dios.