Si ayer veíamos la dimensión más humana de Jesús, hoy necesitamos adentrarnos en la más divina. Si ayer Jesús sentía compasión de los hombres que tenía delante pues les veía como ovejas sin pastor, hoy Jesús necesita retirarse a solas a orar. Así nos dice el texto: “después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar.” La oración es el alimento del alma y el nutriente del espíritu.

Rezando, Jesús, nos descubre la dimensión espiritual que constituye a todo hombre. En este simple gesto vemos la realidad de todo hombre. “Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre” (Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis. 1979). Jesús necesitó de rezar, de la conexión con Dios y de alimentar su vida interior. Con ello nos estaba revelando la grandeza interior de cada hombre. El hombre no acaba en su pellejo, el hombre no es solo piel que envuelve un conjunto de músculos. El hombre tiene una dimensión interior profunda, inmensa e insondable. Dios nos habita.

En Mateo 6, 6 podemos leer: Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” Entrar en el interior, adentrarse en lo profundo del corazón, asomarse y mirar en el alma es descubrirse inhabitado por la Santísima presencia de Dios.

Cuando uno hace lectura de los grandes santos uno descubre en ellos la insondable huella de Dios en sus vidas. Como dirá Santa Teresa de Ávila: Orar es tratar de amistad muchas veces y a solas con Aquel que sabemos nos ama. Orar es adentrarse en el interior de uno mismo y descubrir allí la presencia amorosa de Dios que nos habita, que nos abraza y que nos enriquece con su amistad.

La lección que hoy aprendemos es: después de mucho ajetreo y de mucho trabajo retirarse a alimentar la vida interior para enriquecernos de la presencia de Dios.