Así de sencillo y de cotidiano. El primer relato vocacional que nos narra el Evangelio de Juan, con una fuerte carga vivencial, nos señala que todo aquello comenzó un día lejano pero imborrable, alrededor de las cuatro de la larde (hora décima).

En la inevitable selección de recuerdos que ha hecho Juan para componer el cuarto Evangelio, no olvidará esta preciosa indicación de una hora feliz, hora de gracia, en la que empezó una historia realmente salvadora.

No se trata de un encuentro bello pero fugaz, sino de un encuentro que ha tenido un inicio que ya no conocerá el término, sino sólo una progresiva maduración. “Fueron y permanecieron con Él”. Aún con todos los altibajos, incluso con los eventuales despistes y momentáneas traiciones, los discípulos que a aquella hora comenzaron a convivir con Jesús, permanecerán con Él para siempre.

Hoy el evangelio nos presenta el discipulado es un  proceso de la PERMANENCIA A LA PERTENENCIA. Este proceso es imprescindible en la vida cristiana porque se puede permanecer en un lugar sin pertenecer a nadie. Esta es una pregunta que con sinceridad nos tenemos que hacer. La meta de este proceso es permanecer junto al Señor, perteneciéndole. Aquel día, junto al lago Cristo pasó por su lado y el dedo del bautista les indicó al cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Fascinados le siguieron.

La condición del discípulo de Cristo comienza por una pregunta del Maestro: ¿Qué buscáis? Jesús no les pregunta para saber, ¿acaso no sabe lo que hay en el corazón del hombre? La pregunta va más allá de un mero conocimiento, les pregunta para ganarse su amistad, para cobrar la confianza con ellos. En el fondo es una pregunta dirigida al corazón: ¿Cuáles son los deseos más profundos de tu corazón?

Sigue por el interés del interpelado: ¿Dónde vives? No le dicen que les enseñe la verdad de la fe u otras cosas importantes, por eso no esperan a oírle en público, sino que al verle le siguieron. “Maestro, ¿Dónde vives?”. Preguntar por el lugar donde uno vive es preguntar por el lugar de la intimidad. Juan y Andrés quieren entrar y estar en su intimidad. Preguntan por lo que el Señor lleva en su corazón. También nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿Busco adentrarme en la intimidad del Señor? ¿Es, por tanto Jesús, el Señor de mi vida?, La felicidad ¿es una cosa que busco entre otras cosas más? ¿O es lo que busco? ¿Qué lugar ocupa Cristo en mi búsqueda?

Prosigue en la llamada: Venid y lo veréis. Jesús muchas veces no se explica, invita a entrar. Jesús no se contentó tampoco con indicarles el camino que llevaba hasta su casa, o el lugar en que ésta se hallaba, sino que los llevó consigo, animándoles aún más a seguirle al darles a entender que ya les había acogido entre los suyos. Por eso no les dijo, por ejemplo: “Mañana tendréis ocasión de escuchar lo que queréis saber de mí”. Cristo no les dice venid mañana, Cristo invita siempre ya, ahora. Juan y Andrés son invitados en el hoy en su ahora. Venid y lo veréis.

Termina en la convivencia: Fueron y permanecieron con Él aquel día. Para entrar gradualmente en el misterio de Dios es preciso morar en él, es decir, establecer una comunión con él. Decía el beato Carlos de Foucauld: “Cuando descubrí que existía Dios, me di cuenta de que sólo podía vivir para él.” Desde ese día permanecieron para siempre con él, porque en esa unión con él se convirtieron en cosa suya. Aquí es cuando pasan de la permanencia a la pertenencia. Fueron y permanecieron con Él.

Era más o menos la hora décima. Era su hora, una hora que ya no se les olvidará, era la hora en que nació la amistad, en la que encontraron su felicidad. Estos dos corazones inquietos en aquella hora décima descansaron, “Nos hiciste Señor para ti, decía s. Agustín, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.