Hebreos 6, 10-20

Sal 110, 1-2. 4-5. 9 y 10c 

Marcos 2, 23-28

«¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros». Algunos se empeñan en encerrar a Dios en sus esquemas, sin saber (o querer saber), que Dios es más grande que nuestros pobres pensamientos. Cuando Jesús se acerca a los hombres lo hace de una manera nueva. Los hombres nos empeñamos en buscar nuestra propia salvación y muchas veces dejamos que la salvación venga porque la marea nos arrastre hasta la corriente. Pero cuando el ambiente es turbulento y las corrientes son contrarias a Dios entonces en vez de acercarnos a la orilla, nos alejamos. Nos cuesta pensar que nuestra vida es diariamente un milagro de Dios, que nos ha redimido para hacer que, aunque toda la corriente se empeñe en alejarnos de Dios, Él ha querido que nos acerquemos a la orilla. Tener eso claro hace que, aunque podamos tener momentos malos, dudas de fe, desánimos, etc. el Espíritu Santo hace que cobremos ánimos y fuerza los que buscamos refugio en él, asiéndonos a la esperanza que se nos ha ofrecido. La cual es para nosotros lo más seguro y firme, que penetra más allá de nosotros mismos. Dios es inmutable en sus designios, aunque te cueste creerlo, aunque pienses que no vales o que todo está mal a tu alrededor. Hay que insistir en la oración aunque no te diga nada y te aburras, acude más frecuentemente a la Eucaristía aunque te duermas, se constante en la Confesión aunque te parezca rutinaria… Dios es más grande que todos nuestros deseos y frustraciones juntas.

Nuestra Madre la virgen, las más “pequeña”, dio a luz al más grande. Jamás naufragó, y su tarea es rescatar a aquellos que pueden caer en el desánimo, subirnos a la barca de su Hijo, secarnos y darnos calor y palabras de consuelo. A ella, refugio de pecadores, nos encomendamos.