Las parábolas que hoy leemos en el evangelio nos invitan, en primer lugar a la admiración y al agradecimiento. Porque, lo que Jesús explica sus oyentes de entonces no puedieron comprobarlo como nosotros. Pero es un hecho, a unos dos mila años de distancia, que la pequeña realidad que se inició en Palestina, ahora está presente en todo el mundo y que, si al principio eran unos cuantos galileos, ahora son millones los que creen en Jesús. Así que estamos maravillados y agradecidos. Lo que vemos en el mundo también podemos observarlo en cada persona.

La gracia actúa en quienes son dóciles a ella. A veces no sabemos cómo explicarlo, pero reconocemos en nosotros mismos o en otros que se va desarrollando la vida de Cristo. Lo reconocemos en cambos de actitudes, en la abengación, en la alegría. La vida de Cristo tiene un dinamismo, análogo al de la vida biológica. Se nos da y crece. El converso J.-K. Huysman, en su novela En camino, reseña este proceso respecto de la conversión de su protagonista, Durbal. Acontecida sin que mediara nada extraordinario la describe así: “Es algo parecido a la digestión del estómago, que trabaja sin que uno lo sienta”. En toda la vida espiritual pasa algo semejante. Porque el reino de Dios se realiza en la tierra fundamentalmente por la fuerza misma de la gracia.

Los Padres insisten en la necesidad de acoger sinceramente la semilla en el corazón, conservándola con toda su potencia, sin manipularla. Acoger el Evangelio tal como es, con su fuerza salvadora, es lo decisivo. Porque en sí mismo está la capacidad de regenerarlo todo y de fecundar. De ahí que en muchas personas podamos ver extraordinarios cambios. Muchos jóvenes que se han acercado a la Iglesia me han reconocido que, desde ese paso, su familia y sus amigos los reconocen más alegres y felices. Al mismo tiempo son conscientes de que no hay una relación de proporcionalidad entre el cambio operado en ellos y sus esfuerzos. La gracia actúa verdaderamente y sus manifestaciones son extraordinarias.

En esa perspectiva hemos de mantener la confianza en que la Iglesia permanecerá fiel a su misión. Basta con mirar la historia para ver el gran desarrollo evangelizador de la Iglesia a lo largo de los siglos.. Es un milagro que hoy sigue sucediendo y que caracteriza la vida de la Iglesia. Por ello ésta emprende sus acciones poniéndolas siempre en manos del Señor, porque sabe que sin su ayuda todo esfuerzo será en vano y toda misión un fracaso.

Ello nos lleva también a la esperanza. De hecho del agradecimiento, que es reconocer lo que Dios nos ha dado, brota espontáneamente la confianza en que Dios obrará cosas aún más grandes. El Reino de Dios sigue creciendo y a él están llamados todos los hombres, como esos pájaros que se refugian al cobijo del árbol de mostaza.