Las lecturas de hoy ponen en paralelo dos momentos donde se les abren los ojos y los oídos a los protagonistas, pero de manera muy diferente.

El relato de la caída se expresa la tentación y el pecado del hombre.

La primera tentación se manifiesta de forma sutil. Parece que Dios es el Dios que le prohíbe al hombre todo, cuando en el fondo solo les prohíbe comer de un solo árbol: “¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”

Después le sigue la falsa promesa: “se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” que parte de nuevo de una falsa imagen de Dios: aquel que se reserva su conocimiento, su felicidad, que de alguna manera engaña al hombre. El caer en esa tentación tiene el desenlace en un abrir los ojos a la desnudez que lleva al hombre a avergonzarse el uno frente al otro y también a ocultarse, a esconderse de Dios. Se pierde el sentido de esa desnudez amada por Dios y nace el miedo.

El Evangelio nos muestra una experiencia totalmente distinta de abrir los oidos a la realidad. Aquí se manifiesta la cercanía entre Dios y el hombre. El sordo mudo no huye y Jesús le puede hasta meter los dedos en los oídos y con la saliva tocarle la lengua. Así se da un momento de máxima intimidad, donde mirando Jesús al cielo, suspira, reza delante de él y le dice: “Effatá”, que quiere decir: “Abrete.”

Por la reacción del sordo mudo se ve que aquí sucede un “abrir los oidos” liberador. Este “abrir los oidos” no suscita temor a la voz de Dios sino ganas de proclamar lo bueno que es Dios, que en ese ciego y sordo, se acerca a nuestra humanidad y restaura lo que somos.

Que este persona sordo muda y ciega nos enseñe a perderle el miedo a Dios, a presentarnos ante El con nuestras carencias, ahí donde nos sentimos “mudos” para definirnos por la verdad o “sordos” ante tantas situaciones que pides nuestra implicación. Este Evangelio nos muestra que este paso no se da por voluntarismo, como nos enseña el protagonista de hoy, sino a fuerza de amor, de cercanía de Dios. Así Dios podrá “soltar nuestra lengua” para poder decir esa palabra de consuelo o de verdad, ahí donde se pasa por encima de los derechos de una persona.