Mucho ha llovido desde que el profeta Ezequiel explicaba al pueblo de Israel cómo era la misericordia y el perdón de Dios: “Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos… no se le tendrán en cuenta los delitos que cometió”. Acostumbrados al ojo por ojo y diente por diente, aquellos escandalizados israelitas debieron criticar mucho al profeta Ezequiel por fundamentalista, rígido, exagerado y contrario a los derechos humanos, pues predicaba un mensaje nada acorde con la mentalidad de la época y con la moda social del momento.

Nosotros, como los israelitas, seguimos diciendo eso de que “perdono, pero no olvido”; porque, claro, no es justo que los demás hagan el mal y se queden tan anchos. Nos parece incluso mucho más digno que lo de perdonar a secas, sin peros ni condiciones, porque eso de perdonar y olvidar es propio de débiles y hasta de tontos. Es decir, la medida de la justicia la pongo yo y, por lo tanto, también la medida del perdón la pongo yo. Hemos sustituido el perdón cristiano por el perdón civil, con la misma tranquilidad con la que sustituimos una pieza rota por un recambio nuevo. Es lo propio de los tiempos que corren, lo más adecuado para la mentalidad social, tan sensible a los derechos de la persona y a la justicia.

Somos, quizá, los primeros en la cola de los que van a dejar la ofrenda ante el altar, aun sabiendo que hay muchos que tienen quejas contra nosotros. Es más: que nos vean que dejamos nuestra ofrenda ante el altar, porque es la manera de demostrar a todos que los malos son ellos, no yo, y que sus quejas, en realidad, son injustas. Pero, preferimos quedar bien con Dios, antes que pedir perdón a nuestro hermano: “Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. ¡Como si a Dios pudiéramos engañarle!

Quizá no sabemos perdonar porque aún no hemos vivido a fondo la experiencia de sentirnos perdonados. Pensemos por un momento en tantas pequeñas cosas, personas, acontecimientos, palabras y gestos malinterpretados, injusticias deliberadas, críticas infundadas, etc., que llevamos dentro como lastre pesado, guardado en nuestra recámara interior, a la espera de poder recordárselo al culpable, en la primera oportunidad que se me presente, a través de una fina y sutil indirecta. Y todo eso convive pacíficamente en el corazón junto con las ofrendas que presentamos a Dios ante el altar.

Nos ciega nuestra doble moral, que se va instalando sutilmente en la conciencia, siempre a través de pequeñas transgresiones justificadas, hasta que el pecado llega a parecernos la medida de lo virtuoso. No hay vida en las obras muertas, aunque aparentemente los demás vean en nuestros actos un ejemplo de probada religiosidad y virtud. En cambio hay vida allí donde hay conversión, continua y sincera. Es la tarea de todos los días, no solo de Cuaresma. En la conversión de vida experimentamos el gozo de sentirnos total e incondicionalmente perdonados por Dios, no una vez sino siempre. Y de ahí nace esa alegría contagiosa, que es el mejor testimonio de que el perdón cristiano, el de verdad, no solo es posible sino que es fuente de gozo y libertad.