Qué difícil se nos hace eso de amar a los enemigos y de rezar por los que nos persiguen. Nos parece que eso de amar al que nos critica, al que nos engaña, al que nos pone la zancadilla, al que nos hace la vida imposible, etc., consiste en ir de buenos, es decir, de tontos por la vida, dejando que los demás se aprovechen de nosotros. Y si encima tenemos que rezar por ellos, para que el Señor les bendiga, nos sienta todavía peor: sería el colmo que a ellos les fuera bien en la vida, gracias a nuestra oración, mientras nosotros padecemos con resignación su crítica, su engaño, sus zancadillas y sus tormentos. No están las cosas como ir de ingenuos por el mundo, aunque sea en nombre de Dios. Lo otro es un heroísmo que solo Dios puede hacer, por eso de que es Dios, pero que no nos lo ponga difícil.

En realidad, nos cuesta entender el corazón de Dios, que actúa por la lógica del amor de un padre, o de una madre. Cuántas veces vemos a los padres que hacen cosas injustas, exageradas y hasta absurdas con hijos ingratos y desagradecidos. Pues, eso que los demás medimos con la vara de la justicia, ellos, sin embargo, lo miden desde la lógica del amor; por eso, prefieren dejarse llevar al límite por el amor incondicional hacia ese sinverguenza que, sin embargo, no deja de ser su hijo. Sólo desde este amor tan fiel se entiende que Dios Padre haga salir el sol sobre malos y buenos, y mande la lluvia sobre justos e injustos,

Si no superamos la religión del mero cumplimiento, de los plazos, de los regateos y excusas, no llegaremos nunca a entender esta sobreabundancia de amor propia del corazón de Dios Padre. Si nuestro amor a Dios nos lleva solo a cumplir, a contentarnos con mínimos, a aplicar sobre los demás nuestra medida arbitraria de justicia, nunca entenderemos por qué Dios (¡con perdón!) va de tonto por la vida y deja que los hombres se aprovechen de él. Porque ¿habrá algún descreído que agradezca alguna vez a Dios ese sol que cada día sale para él y esa lluvia que hace crecer sus campos? ¿No ama Dios a sus enemigos, a los que le critican, a los que le persiguen, etc? Nosotros, en cambio, intentamos mantenernos en el difícil equilibrio de quedar bien con Dios, quedar bien con los amigos y, por supuesto, poner en su sitio a los enemigos. Todo a la vez.

La perfección a la que nos invita el Evangelio está en el orden del amor. No es la perfección literal y puntillosa de nuestros cumplimientos, a veces tan aparentes y engañosos, con los que incluso podemos llegar a justificar muchos pecados de omisión. Se trata, más bien, de la perfección en el amor, es decir, de amar como ama Dios. ¿Que cómo ama Dios? Pues ¡hasta el extremo! Lo explica muy bien san Juan, al principio del relato de la pasión de Cristo. Así aman los padres a sus hijos, a los buenos y a los malos: hasta el extremo. Y así nos ama Dios a nosotros: hasta el extremo. El problema es que esto, en el fondo, no nos lo terminamos de creer, porque nos complicaría mucho la vida, y preferimos contentarnos con nuestras medianías, haciendo del amor cristiano un mero protocolo social. Pero, “si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?”. En realidad, este premio es el amor mismo, pues no hay plenitud y gozo comparable con el don de este amor, que nos hace, incluso, llegar a dar la vida por el enemigo.