Santos: Emeterio y Celedonio, Marino, Asterio, Cleónico, Eutropio, Basilisco, Félix, Lucíolo, Fortunato, Marcia, mártires; Ticiano, obispo; Anselmo, confesor; Gwennolé, abad; Cunegunda, emperatriz; Pafnucio, eremita; Catalina Drexel, virgen y fundadora.
Hija de Sifrido o Sigifredo, primer conde de Luxemburgo, y de Heswigis de Alemania. Nació al final del siglo x.
Casada con Enrique, duque de Baviera, que fue sucesor al trono del Imperio Romano Germánico por morir sin descendencia directa el emperador Otón III, el 6 de junio del 1002. Tanto Enrique como Cunegunda son celebrados en la Iglesia como santos. Desde el puesto más alto de la sociedad, fueron unos grandes bienhechores de la Iglesia, sin renunciar a los compromisos derivados de la política con el claroscuro inherente al cargo.
La leyenda en torno al matrimonio es abundante. Por tratarse de personas ligadas a la Corona no están libres de adherencias políticas. De hecho, las formas más íntimas de su vida esponsal no han resistido los envites de las interpretaciones para todos los gustos, presentando a Enrique –aliado del papa Benedicto VIII en la lucha contra el antipapa, favorecedor de los cluniacenses y dado a la reforma del clero– como un monje frustrado y a Cunegunda como una esposa solo medianamente comprendida. Los historiadores serios tienden a rechazar la mayor parte de los relatos que no tienen posibilidad de comprobación.
Presentan los cronicones a la pareja viviendo en feliz matrimonio. Su secreto más que escondido se centra en un proyecto de vida común con unas modalidades extremadamente poco frecuentes: vivir en su matrimonio como si ambos fueran hermanos. Aquello fue un acuerdo santo, pero extraño y raro; lo que se llama un matrimonio blanco. Los súbditos, y, entre ellos, los más pobres y enfermos, eran los más beneficiados ya que el tiempo de Cunegunda, sus afanes y preocupaciones, estaban más con ellos que con las preocupaciones de la corte; se dedicó enteramente a la búsqueda del bien y a la aversión al mal.
La calumnia y la maledicencia llegó como prueba santificadora para los esposos. Enrique prestó oídos a las malas lenguas, y esto aumentó la virtud de Cunegunda que, sin pretender defenderse, se ejercitó de modo heroico en la virtud de la humildad, renovando el ofrecimiento de su vida y aceptando la cruz.
Pero como las voces llegaban al pueblo y aquello podía ser tomado como ocasión de escándalo para los súbditos, no dudó en someterse a la prueba del fuego comúnmente aceptada por la sociedad, y que en aquella época entraba como parte del juicio de Dios. Consistió en pasar con los pies descalzos sobre unas planchas incandescentes por el fuego sin sufrir daño alguno en las plantas de los pies. Aquello fue suficiente para que vinieran grandes bienes como el fin de la sospecha de Enrique y la disposición de poner en marcha la construcción de la catedral de Bamberg en desagravio por haber aceptado la sospecha. Cunegunda edificó también por su parte, en acción de gracias, los monasterios benedictinos de San Miguel, San Esteban y de la Santa Cruz. Por su fuera poco, los monumentos conmemorativos del hecho se sembraron por toda Alemania.
Muerto el emperador en el 1024, quedó Cunegunda libre de compromisos familiares y quiso también verse libre de los políticos y sociales. Al año siguiente, ante el clero alto reunido para los funerales en el aniversario de la muerte de Enrique, cuando estaba desplegada toda la pompa que el momento requería, y ella vestida con la púrpura imperial y con la corona sobre su cabeza, se adelantó, dejando el dosel bajo el que estaba; en el momento de la ofrenda se dirigió al obispo de Paderborna, cambió la púrpura por un hábito que se bendijo en el momento y comenzó una nueva etapa como monja de un convento, después de haberse procedido a cortar públicamente sus cabellos y a depositar sus anillos y aderezos en una bandeja.
El tramo final de su vida fueron esos 15 años de convento pasados en humildad, sin querer distinciones ni privilegios que pudieran dimanar de su anterior condición; con alta mortificación manifestada en rigurosas penitencias, que llegaron al punto de dañar su salud, y desviviéndose por servir a sus hermanas de cenobio.
Murió en la ciudad de Casel el 3 de marzo del año 1040.
Una anécdota digna de mención por lo que habla de su sencillez y desprendimiento de todo lo que pudiera suponer gloria humana: No consintió que para su entierro terminaran de bordar un manto negro en oro; quiso ser enterrada como las demás. Su cuerpo se trasladó a la catedral de Bamberg, junto al del Emperador, en olor de multitudes. El papa Inocencio III la agregó al catálogo de los santos en el año 1200.
Que se adapte a la verdad todo lo narrado, solo Dios lo sabe. A Cunegunda la celebra la Iglesia por el apoyo prestado a las obras buenas de su marido, por la caridad demostrada con sus súbditos, por el despego de los bienes materiales y por la elegancia sobrenatural en las pruebas que la vida brindó.