En las lecturas de hoy vemos cómo Jesús se erige en un nuevo Daniel, en un anciano o sabio que, con su prudencia, salva la vida de la mujer adúltera. ¿Quién es sabio sino solo Dios? ¿Quién posee el conocimiento de todas las acciones personales para poder emitir un veredicto verdaderamente justo sino aquel a quien nada se le oculta?

«Moisés nos mandó apedrear a las adúlteras…» y sin más disquisiciones procederemos a cumplir su ley…

Pero entonces Jesús les muestra en qué consiste la verdadera sabiduría. Lo hace escribiendo en el suelo. Algunos exegetas dicen que comenzó a escribir los pecados de los acusadores. De modo que cuando les dice: «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra» ellos, conscientes de formar parte de esa lista, se van marchando un por uno. La verdadera sabiduría empieza por el autoconocimiento, la conciencia de nuestros propios pecados, de nuestras miserias. Pero se trata de una conciencia iluminada por la mirada de Cristo sobre nuestra vida: «¿nadie te condena? Yo tampoco. Y eso que podría hacerlo, pero conozco tu historia y tu necesidad de ser amado». La verdadera sabiduría consiste en conocerse así, saberse amado de esa manera y comprender que también los demás lo son. Que tengo ya bastante trabajo con aplicarme a mí mismo los juicios que pretendía aplicar a los demás y que, aún siendo convicto, Cristo no me juzga, me perdona y me da otra oportunidad.

Que María nos lleve a la sabiduría por el camino de la humildad en el reconocimiento de nuestra propia miseria.