“Os aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre”.

En esta sencilla frase Jesucristo nos descubre cual es la esencia de su mensaje: una promesa. No es como las que hicieron los profetas, porque ellos prometieron la llegada del Mesías; es la promesa que responde al deseo más profundo del hombre: el anhelo de inmortalidad. El Señor sabe que estamos hastiados de promesas que no sacian nuestro corazón; sabe que vivimos en la continua decepción de las promesas incumplidas por los hombres, de las esperanzas frustradas y los sueños rotos. Conoce cada corazón y sabe que sus deseos son demasiados para poder satisfacerlos en una sola vida. Sabe que buscamos un amor que no muera, un amor para siempre. ¿Qué otra cosa podía prometer que la Vida Eterna? Cualquier otra promesa se nos habría quedado corta, aunque la habríamos aceptado. Pero cuando hace esta promesa, la que todos esperaban en lo profundo de su corazón, no la aceptan: “Ahora vemos que estás endemoniado…” como si quisiera tentarnos con vanas esperanzas.

¿No recuerda esto al pasaje de Naamán el sirio cuando se llena de ira porque el profeta le manda bañarse en el Jordán 7 veces para quedar sano? Son sus sirvientes los que le hacen entender que no tiene razón al enfadarse porque el objeto de su esperanza, su salud, la tiene al alcance de la mano cuando parecía imposible. La promesa era demasiado grande, el riesgo de la decepción también. Ahora Cristo nos promete la vida para siempre y solo pone una condición: guardar su palabra, hacer su voluntad, llevar su evangelio en el corazón y en los labios. Y todavía seguimos quejándonos pensando: “yo pensaba que me pediría ser mártir o que lo diese todo para ganar ese premio… ¿acaso no hay gurús para seguir o palabras más útiles y acertadas para escucharlas?”. Nos da miedo la decepción, nos da miedo que algo tan grande pueda no ser verdad y por eso nos da miedo “guardar su palabra” hasta las últimas consecuencias. Pero es que el premio es muy grande y además empieza a vivirse desde el momento en que se acoge la palabra de Dios. Entonces la vida comienza a dilatarse, a expandirse y a hacerse eterna ya en esta vida. Como decía el poeta: “[…] quien lo probó…lo sabe”.

Que María nos enseñe a creer en las promesas de Cristo nuestro Señor. Amén.