Durante la Semana Santa hemos contemplado como todo el ser de Jesús estaba orientado a vivir para el Padre. Su obediencia se nos mostró de forma extrema en el misterio de la Cruz. Esa obediencia se nos revelaba como formando parte de un misterio de amor. La obediencia era amor y resulta incomprensible fuera de él. Adentrarse en la obediencia de Jesús es descubrir que el Hijo era totalmente para el Padre. El Padre y el Hijo se aman sin ninguna fisura. Es el misterio mismo del ser de Dios en que las tres divinas personas siendo distintas no son tres dioses sino un solo Dios.

Por su muerte y resurrección Jesús ha redimido el mundo. Jesús se ha ofrecido al Padre por la salvación de todos los hombres y, nos recuerda el evangelio de hoy, el Padre lo ha puesto todo en sus manos. El mundo es conducido a la obediencia por el amor del Hijo, para poder reflejar la gloria de Dios; esa gloria que había quedado enturbiada por el pecado. Por la fe nosotros nos unimos a la obediencia del Hijo; es decir, entramos a vivir en el amor de Dios. La obediencia, así, no es la renuncia a lo que somos sino el abrirnos totalmente al amor que Dios nos quiere dar. En ese amor somos más plenamente y podemos darnos con mayor plenitud.

En la primera lectura se nos habla de cómo vivían los apóstoles para el Señor. Ante el requerimiento de la autoridad estos responden: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y el argumento es sencillo: el que murió crucificado ha resucitado, “testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”. Se trata de una exposición hermosa. Si Jesús ha vencido a la muerte, hay que vivir para él. ¿Qué sentido tiene seguir a cualquier otro que, finalmente, será súbdito de la muerte? Sólo puede obedecerse a aquello que pueda ponerse detrás de Cristo; es decir, hay que obedecer de tal manera que todo se ordene a Cristo. Hay que obedecer de cara a la vida, no bajo las garras de la muerte. La resurrección de Jesús ha introducido una nueva obediencia. Jesús es el Señor.

Hay que obedecer al Señor de la vida. Nada puede anteponerse a esta obediencia. Y lo que nos posibilita seguirle hasta el final es su mismo amor. Cuando los apóstoles señalan que son testigo ellos y también el Espíritu Santo nos están mostrando que es la misma fuerza del Espíritu Santo, la que les permite ser testigos.

No podemos dejar de pensar que si el evangelio ha llegado hasta nosotros ha sido por la valentía de aquellos hombres y los de las generaciones siguientes. Valentía sostenida por la fuerza de la gracia pero en la que cada uno de ellos ponían en juego su persona. Cada uno de ellos ha vivido para él. Precisamente por ello, a través de la Iglesia, que vive de Cristo y para Cristo, también llega a nosotros la noticia del evangelio y su influjo salvador.

Cuando leemos el libro de los Hechos no podemos dejar de pensar que eso sigue sucediendo hoy. Nuestra mirada se dirige, unidos en la oración, a tantos cristianos que son probados en su fe y sufren persecución. Y en muchos de ellos sigue haciéndose presente esta verdad: hay que obedecer ante todo a Dios, como hizo Jesús ofreciéndose por nosotros a la cruz. Es así porque su amor vence en nosotros y, mediante nuestra obediencia también se muestra a los demás.