En los primeros siglos la Iglesia conoció un rápido desarrollo. Aún hoy nos sorprende la precariedad de medios de los primeros apóstoles y evangelizadores. Su difusión y éxito se explican sólo por la acción maravillosa del Espíritu Santo. Pero la Iglesia no deja de estar formada por hombres. Y así, no dejan de surgir dificultades y problemas. Estos pueden ser más o menos inevitables. Sin embargo siempre hay que buscar el bien de cada uno sin que se desvirtúe la realidad de la Iglesia.

En la primera lectura se nos habla de la institución de los diáconos. Esta es una figura cuyo origen aparece vinculado a una situación particular (las quejas de las personas de lengua griega respecto de la atención de sus viudas), pero cobrarán mucha importancia en la Iglesia. Mucho podemos reflexionar sobre ese episodio. Ahora se me ocurre un hecho: es posible responder a todos los problemas y dificultades de manera ordenada. No hay oposición entre las diversas funciones en la Iglesia sino complementariedad. Nadie podía substituir a los apóstoles en el ministerio de la predicación (ellos eran los testigos de la vida, muerte y resurrección del Señor). Pero, aunque no podían ser substituidos, podían ser ayudados. Así aparecen los diáconos. Originalmente dedicados a una función administrativa, vinculada a la caridad, con el tiempo irían asumiendo funciones en la liturgia y la pastoral.

Al final del texto que hoy leemos en los Hechos se nos dice que “la palabra de Dios iba cundiendo, y en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos”. Así se nos muestra como la misión de la Iglesia es difundir el evangelio y llevar la salvación del Señor. Todo en ella ha de ordenarse a ese fin.

A cada uno de nosotros, al meditar sobre estos textos, nos surge la pregunta sobre la manera en que contribuimos al crecimiento de la Iglesia. Y también nos mueve a mirar la Iglesia en todo su conjunto. Era fácil que algunos, pensando en la predicación, se olvidaran de temas demasiado prosaicos para ellos, como podía ser la atención de las viudas. También había el peligro de quedar encerrado en las problemáticas del día a día y descuidar la finalidad de la Iglesia. Pero el ser de la Iglesia lo abarca todo: la misión evangelizadora y su misma vida interior. Nada va desligado.

De hecho, sabemos que la misma vida de la Iglesia (la caridad vivida entre todos sus miembros) se convirtió en un argumento poderoso. El amor de los unos a los otros manifestaba, mediante el ejemplo, la verdad de la enseñanza de Cristo. La Iglesia se cuida hacia el interior y también hacia el exterior. Es una y la misma Iglesia, que vive el misterio del amor de Cristo en sí misma y en el anuncio y comunicación de ese amor a los demás.

De alguna manera también se nos muestra como la realidad de la Iglesia conlleva la unidad entre la celebración (liturgia), la predicación y la práctica de la caridad. Las tres realidades se iluminan mutuamente y nos ayudan a descubrir el verdadero rostro de Cristo. En las tres actividades se nos posibilita el contacto con Dios y, al mismo tiempo, son oportunidad para darlo a conocer a los demás.

En estos días de Pascua agradecemos especialmente a Dios por la realidad de la Iglesia y le pedimos que nos ayude a vivir con mayor intensidad y profundidad su misterio.