A juzgar por las apariencias, en el Areópago de Atenas Pablo perdió una oportunidad única en su carrera eclesiástica. Un discurso magistral en un lugar tan emblemático para la cultura de entonces como era la ciudad de Atenas y su afamado Areópago, hubiera debido acabar, por lo menos, en un intercambio de contactos, de tarjetas, de correos y de teléfonos, que es lo mínimo que suele pasar en cualquier congreso, foro o jornada de reflexión. Pero, a juzgar por las palabras de Pablo, aquellos atenienses, además de tener el ego bastante subidito de tono, estaban faltos de lo que hoy llamamos cultura religiosa general, pues no solo eran “casi nimios en lo que toca a religión” sino que, puestos a fabricar dioses, se habían inventado un altar al dios desconocido. Aquellos atenienses rechazaron la verdad solo porque se les presentaba ante ellos bajo una apariencia tosca, humilde y nada aparatosa: aquel forastero, de aspecto tosco, rudo y nada aristocrático, con una cultura en nada comparable a la filosofía griega, venía hablando de un Dios que resultaba absurdo para la razón e incomparablemente inferior a todos los dioses que ellos se habían fabricado. Humanamente hablando, la actuación de Pablo fue desproporcionada pues, con tan estrepitoso fracaso, solo consiguió que se convirtiera un puñado de personas, entre ellos Dionisio el areopagita y una mujer llamada Dámaris.

Muchos católicos de hoy se diferencian poco de aquellos atenienses. Primero, porque hacen gala de una incultura general en materia de religión que es para echarse a llorar y, además, porque lo hacen con un ego y una seguridad en su propia ignorancia que, en el fondo, da lástima. Suelen ser, además, los mismos que se hacen eco de todos los titulares de religión que aparecen en todos los periódicos, digitales o no, y los van difundiendo como si fueran los nuevos dogmas que la Iglesia católica no quiere asumir, porque no sabe adaptarse a los tiempos modernos. Son los nuevos atenienses de nuestra era cristiana que, en nombre de Dios y del Evangelio, terminan adorando a un dios desconocido, aunque estén sentados en los bancos de la parroquia durante la Misa de los domingos.

El Espíritu Santo guía hasta la verdad plena en la medida en que nos va simplificando en la vida espiritual. Esa verdad plena se esconde en las apariencias humanamente absurdas de una sabiduría divina que nada tiene que ver con nuestros criterios atenienses. Esa verdad que solo es conocida por el corazón sencillo y simple, es decir, el corazón que conoce por cercanía y connaturalidad las cosas y el hacer de Dios. Esta sabiduría es rechazada por los listos y requetelistos de cualquier creencia y condición, esos que se creen tan seguros de su verdad que no escuchan a nadie sino a sí mismos.

Aquella mujer, Dámaris, que se convirtió escuchando a Pablo, tenía un corazón sencillo y dócil, capaz de sintonizar con esa verdad plena que solo el Espíritu Santo es capaz de iluminar. ¿Se imaginan ustedes cuánta sintonía espiritual entre esta mujer, Dámaris, y los tres pastorcitos de Fátima? ¿Se imaginan la reacción de aquellos atenienses engreídos escuchando en el Areópago las palabras de los pastorcitos de Fátima sobre las cosas que les decía la Virgen y lo que veían en sus apariciones? En esta fiesta de la Virgen de Fátima pidamos a nuestra Madre un corazón simple y dócil, capaz de acoger con sencillez la sabiduría de Dios, dispuesto a dejarse guiar por la acción del Espíritu hacia la verdad más plena.