Hemos devaluado el significado y la grandeza que encierra la hermosa realidad del amor. Muchos lo reducen a sentimiento y emoción, es decir, lo de Descartes: siento, luego amo; no siento, luego no amo; he dejado de sentir, luego he dejado de amar. Por este camino terminamos afirmando que lo que siento es lo moralmente bueno y lo que no siento es lo moralmente malo. Hago lo que siento y, por lo tanto, lo que me gusta. Otros prefieren identificar el amor con el erotismo o el sexo, es decir, que se creen que solo aman cuando practican sexo. Por este camino terminamos afirmando que para amar mucho, o para amar a todos, tendríamos que estar practicando sexo todo el día y con todo el mundo. Otros reducen el amor a la mera filantropía o la beneficencia, es decir, que cuantos más kilos de lentejas repartimos a los demás más amamos. Por este camino podemos terminar en la secularización de la caridad cristiana y relegar al rincón de la inutilidad afectiva a todos aquellos que por salud, enfermedad, o lo que sea, no pueden dedicarse a tareas de voluntariado o a repartir kilos de lentejas. Y no digo que el sentimiento, el sexo o la beneficencia sean cosas malas, no; lo que quiero decir es que no podemos devaluar el significado del amor, reduciendo o confundienco el todo con la parte.

El evangelio de hoy nos sitúa en el horizonte del verdadero amor. Primero, un amor de elección, porque el amor de Dios no lo hemos elegido nosotros, sino que lo recibimos como un don. Nos precede en todo. Es el amor primero, absolutamente primero, que está en el origen de nuestra singularidad personal. Es, además, un amor de amistad. Si la relación con Dios no se va configurando como una intimidad de amigos, cae fácilmente en el servilismo y se convierte en la relación del que cumple y hace con el temor del esclavo y no con el amor de amigo. Es, además, un amor operativo, porque si todos mis rezos, devociones, prácticas, éxtasis y efluvios espirituales no me llevan a amar y entregarme a los demás de forma concreta, y especialmente al que tengo al lado todo el día, quizá es que vivo en el mundo de las ideas de Platón y me dedico a rezar, en nombre de Cristo, a los dioses del Olimpo. Es, además, un amor que tansforma la vida, es decir, me lleva a cumplir los mandamientos, a ser y vivir de acuerdo con lo que creo y rezo. Se está haciendo habitual vivir en la doble moral: con la moral religiosa ya cumplo a diario en la Misa de ocho por la mañana; con la otra, con la de todo el mundo, cumplo a diario en el trabajo, a partir de las nueve de la mañana. Y aquí, en el trabajo, el evangelio es otro, porque se trata de ganar más dinero, de subir en prestigio personal, etc., aunque para ello tenga que estafar, mentir, ningunear o aprovecharme del vecino.

El Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, es también nuestra fuente de amor. Sin Él no podemos permanecer en el amor, porque nos dejamos llevar de nuestra falta de ganas y de nuestros estados de ánimo. Pero, la medida del amor no está en nosotros, no la elegimos nosotros. Estamos llamados a amar a imagen de Dios, no según nuestra idea reducida o equivocada del amor. Que el Espíritu Santo nos enseñe a descubrir y vivir el verdadero amor, el que lleva el sello auténtico de la Cruz. Es la denominación de origen del verdadero amor cristiano.