Oramos poco y mal. No terminamos de entender lo que nos dice hoy el Evangelio, eso de “pedid y se os dará”, porque creemos, quizá, que la providencia de Dios es como una especie de oficina de cáritas parroquial, en la que Dios almacena infinidad de milagros y los va administrando y distribuyendo según los méritos personales del que se acerca a pedir. Es verdad que la oración de petición, bien hecha, nos pone en nuestro sitio y es, sin duda, una profunda confesión de fe y de humildad ante Dios Padre. Pero, como nos agarramos a nuestras seguridades humanas y tendemos a pedir a Dios como quien pide un décimo de lotería con premio, terminamos rezando con el complejo de Midas: que todo lo que pida al Señor se convierta en oro, es decir, me sea concedido; es más, sólo por rezar, aunque sea pidiéndole cosas, ya nos debería dar un cierto derecho a que nos las conceda, porque si Dios es bueno y nosotros somos su hijos, y bla, bla, bla…. ¿por qué no siempre nos da eso que le pedimos, etc?

La oración no consiste en frotar la lámpara de Aladino. Tampoco consiste en hablar con Dios como si fuera el Mago de Hoz. En el Evangelio, además, Jesús nos insiste hasta tres veces en que, cuando pidamos algo a Dios, debemos hacerlo en su nombre. Orar en el nombre de Cristo es orar fiados y apoyados no en nuestros propios méritos espirituales, sino en la intercesión sacerdotal de Cristo ante el Padre. El problema es que, al final, el Padre es el gran desconocido para muchos de sus hijos. Porque, por mucho que recemos, vayamos a Misa, hagamos tal o cual novena, o frecuentemos algún que otro grupo y movimiento cristiano, nadie está libre de convertirse en el hermano mayor del hijo pródigo. Es verdad que, teóricamente, sabemos que el Padre nos quiere y todas esas cosas. Pero, cuando vemos que en el día a día de nuestros problemas y agobios no nos concede eso que nosotros le pedimos, nuestra fe se tambalea y empezamos a pensar que Dios tiene sus preferencias y favoritismos. ¿No será, en cambio, que en lugar de orar y pedir en nombre de Cristo, oramos y pedimos en nombre propio?

Preparándonos para celebrar el misterio de la Ascensión del Señor, pidamos al Espíritu Santo que nos enseñe a mirar hacia lo alto. Mirar a Dios es fijar los ojos del corazón en Él, es crecer en la actitud de abandono y confianza filial en Dios. Mirar hacia lo alto nos hace descubrir nuestra condición, la de ser criaturas, y nos ayuda a descubrir la condición de Dios, la de ser Padre. Que el Espíritu Santo nos conceda en estos días previos a la fiesta de Pentecostés este don de la oración de la mirada, para que sepamos rezar y pedir a Dios en nombre de Cristo y no en nombre nuestro.