Todos tenemos la experiencia de haber metido una lenteja en un vaso con un algodón húmedo y ver cómo, después de varios días, la lenteja se rompe y brota de ella una raíz hacia abajo y un tallo verde hacia arriba. Y hemos experimentado el asombro ante semejante “milagro” pues de lo que aparentemente estaba como muerto, surge la vida por sí sola sin que nosotros hayamos hecho nada. Algo parecido sucede con el Reino de los Cielos y por eso Jesús utiliza esta comparación para elaborar su parábola, porque es algo asombroso. Quizás en los tiempos que corren hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante cualquier cosa sencilla y por eso el Reino de los Cielos a veces permanece oculto a nuestros ojos y patente a los que son como niños.

El Reino de los Cielos es como una semilla, porque es enormemente fecundo. Encierra en su interior la fuerza y la potencia de las semillas. Puede empezar por una pequeña comunidad y acabar convirtiéndose en un enorme movimiento. Puede comenzar con la humilde predicación de un misionero y acabar germinando en una floreciente comunidad cristiana. Puede (como de hecho sucedió) comenzar con cuatro “locos” viviendo según sus exigencias en medio de una sociedad pagana y politeísta como la romana y acabar “contagiando” a todo el imperio. Todo eso es posible porque está en la esencia del Reino. Pero son necesarias algunas condiciones para la germinación, igual que lo son para las semillas.

En la primera lectura se nos habla de que Dios seca los árboles lozanos y hace florecer los secos. La fuerza del Reino no es obra de los hombres ni de sus capacidades ni de sus talentos, sino del Espíritu Santo. Él es la fuerza escondida en la semilla que la hace germinar. Por eso lo que se necesita en primer lugar es una enorme humildad. Nosotros no hacemos la Iglesia, la hace la Eucaristía y la anima el Espíritu. No son nuestros criterios ni nuestras iniciativas los que la hacen crecer, sino el soplo del Espíritu. A nosotros nos toca desplegar las velas para recoger ese soplo. Así pues, se necesita humildad porque se necesita paciencia para que la semilla germine.

Pero además, la semilla tiene que caer en un terreno adecuado y ser enterrada. Es decir, tiene que morir para poder germinar. Ya lo había dicho el Señor aludiendo a su muerte y el fruto que iba a dar, pero sus discípulos no lo habían entendido: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto, pero si muere da mucho fruto”. El Reino de los Cielos nos pide morir a nosotros mismos para nacer a la vida nueva. Nos pide morir a nuestros criterios mundanos para acoger los celestes. Nos pide ser levadura en la masa, rodeada por ella, sepultada en ella para hacerla crecer desde dentro. Cristo tiene que “rompernos” para poder hacernos más grandes. Por eso dice San Pablo que en este cuerpo estamos desterrados, porque a veces nos impide acoger el Espíritu de Dios. El fruto abundante depende de que aprendamos a “perder” en Dios, a fiarnos de sus planes, a dejar que la semilla que atesoramos como oro en paño muera.

La tierra en la que tiene que caer la semilla son los corazones de los fieles. Pero ya decía el Señor en la parábola del sembrador que hay tierras que no saben acoger la semilla de la palabra, que la ahogan entre tantas y tantas cosas. Es cierto que el corazón es débil. Quizás por eso un corazón solitario nunca pueda acoger por sí solo la semilla. Un conjunto de corazones unidos es un terreno más favorable para esta siembra. La verdadera tierra propicia es la Iglesia, la comunidad de los creyentes unidos apoyándose unos a otros, animándose en el camino del amor. Entonces es más fácil abrir el corazón, roturarlo para que la semilla cale hondo y, protegida del sol y de los pájaros, pueda dar fruto abundante.

Que nuestra Madre la Virgen nos ayude a ser tierra fecunda para la siembra y que de ella surja un fruto abundante.