Génesis 16, 6b-12. 15-16

Sal 105, 1-2. 3-4a. 4b-5

San Mateo 7, 21-29

Creyó y le fue reputado como justicia. Por eso, su hijo es hijo de la fe. Por eso, nosotros tenemos también a Abrahán como nuestro padre. Padre en la fe. Por eso, podemos dar gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia con nosotros. Tenemos una razón seria. No un cotorrear por ahí diciendo: Señor, Señor, y después hacen lo que les place, porque no son hijos de la fe de Abrahán, sino que quieren ser hijos de aquella raza. Mas Dios hasta de las piedras puede hacer tales hijos.

¿Dónde está, pues, el quid de la cuestión? ¿En hacer curaciones maravillosas, en confabularse con los demonios o en confeccionar milagros? No, nada de eso. Eso nada importa. Nada señala. Nada expresa que venga de Dios. Nunca os he conocido, alejaos de mí, malvados.

Es de observar la cara que se nos pone al escuchar estas palabras tremendas de Jesús. Pero ¿no consistía todo en el cumplimiento esforzado de quienes estaban tan orgullosos de ser hijos de Abrahán? ¿Qué más se requiere? Que tu vida exprese a Dios. Que tu bautismo lo sea en el Espíritu de Jesús, que es Espíritu de Dios, tercera persona de la Trinidad Santísima. Que tu carne sea carne de amor. Y eso, ¿cómo se consigue? ¿No habíamos dicho que era algo donado y no fruto de nuestros sudores, de nuestra misma conversión, cosa que, como todos sabéis, cuesta tanto?

Sólo nos pide Jesús una cosa: cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos. El quicio, la puerta, no está en nosotros, sino en él. En la voluntad que él expresa de parte de su Padre Dios. Quien construye ahí, lo hace sobre roca, y no planta su edificio en mitad de la arena, porque en esta, a la primera de cambio, todo se desbaratará. ¿Cuál es la roca? Cristo Jesús. No hay otro terreno en el que construir el edificio de nuestra vida. Y quien cimiente sobre él, ese será el que entre en el reino de los cielos.

En cuanto que nuestras cosas sean así seremos descendientes de la fe de Abrahán, quien creyó en la palabra de Dios que le prometía, a él y a nosotros, una alianza que nunca pasará. Alianza de fe. De fe en Jesucristo: en Dios Padre y en Jesucristo Señor.

De no ser así, ¿qué nos liga a nosotros con Abrahán? No somos hijos de su etnia. ¿Qué tendríamos que ver con él? ¿De qué manera él tendría enseñanzas decisivas para nosotros y para nuestra vida? Es padre en la fe. Su enseñanza tiene que ver con el creer. Un creer que nos da ser. Porque de esta manera nuestro ser es ser de la promesa que se cumple en Cristo Jesús. Abrahán nos señala una manera de ser ante Dios. Una manera de estar con él. En camino de esperanza. Sabiendo que su palabra de promesa es segura, y que sólo busca de nosotros el asentimiento amoroso. Fe, esperanza y amor se entrelazan en esta enseñanza que Abrahán nos expresa como hombre de fe, como nuestro padre en la fe. Una fe que cree en la palabra del Señor, en su promesa. Una fe plenificada por la esperanza. Una plenificación que lo es de amor. Así, toda nuestra vida está en las manos amorosas de Dios, quien nos da su amor en Cristo Jesús, en el que ponemos nuestra fe y cargamos toda nuestra esperanza, para ser siempre suyos.