La escena que hoy leemos en el Evangelio nos recuerda, una vez más, la sorpresa que las enseñanzas y modo de vida de Jesús producían en sus contemporáneos. Como en otras ocasiones se acercan a Jesús ha hacerle una pregunta. En esta ocasión los interlocutores no están bajo sospecha, pues son los discípulos de Juan Bautista. Y éste siempre había señalado a Cristo cómo aquel a quien debían mirar, el Mesías esperado.

El ayuno es algo bueno. Tanto los discípulos de Juan como los de los fariseos lo practicaban. La pregunta nace de la constatación de que los discípulos de Jesús no lo hacían. ¿Acaso no se debía ayunar? ¿era una falta de los seguidores de Jesús?

El Señor, una vez más nos conduce hacia lo esencial. No niega la validez del ayuno, que siempre ha sido valorado en la vida de la Iglesia. Pero nos llama a fijarnos en que la maravilla está en la relación personal con él. Así explica todo el sentido del ayuno. La grandeza de nuestra fe está en la cercanía de Dios, que se ha hecho hombre como nosotros. Y él ha venido para transformar totalmente nuestra vida. Así ya no importa tal o cual práctica sino en relación con el hecho esencial: Dios se ha hecho hombre y me ofrece su amistad.

Igualmente, con la imagen del vino nuevo y del paño, Jesús nos habla de cómo nuestra vida espiritual no puede ser parcheada. Jesús nos ofrece una transformación completa. Sus discípulos están con él. Esto es la vida de la gracia: permanecer unidos a Cristo. A través de esa relación de amistad se va configurando todo: la oración, el ayuno, las distintas prácticas religiosas, la vida toda.

La primera lectura nos ayuda a verlo mejor. Ayer, la fiesta del apóstol santo Tomás, nos privó de leer parte de la historia de Esaú y Jacob. Sabemos que Esaú vendió a su hermano la primogenitura a cambio de un plato de legumbres. El hambre le hizo tomar esa decisión. Cuando llegó el momento en que Isaac iba a morir Jacob no desaprovechó la ocasión y, con ayuda de su madre, urdió toda la trama que hoy leemos. Así Jacob lo bendijo con todos los derechos que ello comportaba. Esaú, fiado de su fuerza pensó que podría recuperar lo que tan tontamente había perdido, pero no fue así.

La primogenitura nos aparece como una figura de la gracia. Es algo que se nos da, pero que hemos de cuidar en la relación diaria. Si no puede escaparse. Jesús nos llama a dejarnos transformar totalmente para que el centro de nuestra vida sea Él. Eso es lo primero y principal y a ello se ordenan todas nuestras prácticas religiosas, principalmente las que la Iglesia nos enseña. Continuamente la novedad es la misma persona de Cristo y el don maravilloso de su misericordia. Vivir esa novedad cada día; sorprenderse en todo momento de los dones de Dios y de su favor; dejarse arrastrar por el dinamismo de la vida de Cristo,… todo ello nos hace percibir la salvación. Jesús nos invita a reconocerle presente y cercano y a que toda nuestra vida la organicemos de acuerdo con esa amistad que generosamente nos ofrece.

Que la Virgen María nos ayude a permanecer junto a Cristo y a crecer en el amor de su Corazón.