Hoy damos un salto en la vida de Jacob y la palabra presenta a sus doce hijos. La secuencia histórica es conocida: la envidia de los hermanos por su hermano José, predilecto de su padre Jacob, hace que tramen matarle. Al final no acaban con su vida sino que le abandonan vendiéndolo a unos mercaderes de Egipto y José llega a la casa de Putifar, nobleza cercana a la corte faraónica, e incluso llega a convertirse en hombre de confianza del faraón y con autoridad sobre la gestión de los bienes de la ciudad.

Aparecen entonces sus hermanos en Egipto para reclamar trigo para poder sobrevivir en ese tiempo de escasez. José se ocupa de esta administración y se enternece en ver a sus hermanos, que no le reconocen, porque incluso el habla en lengua-egipcia para no ser descubierto.

«¡Qué bello es cuando los hermanos viven unidos! (Salmo 133, 1). Ese es el deseo más ansiado de José y por el cual hoy llorará, cuando les encuentra de nuevo. Aunque han querido quitarle la vida, por el inmenso amor que les tiene, José no duda en dar su vida por ellos. ¡Qué preciosa contradicción! Pero hoy, ya no es así, y se muestran inmensamente arrepentidos.  La envidia es vencida por el arrepentimiento y el perdón vencerá a la ofensa. Vuelven a estar juntos los hermanos y, aunque todavía serán puestos a prueba, José está feliz de tenerlos a su lado.

¡Qué precioso contraste entre los doce hijos de Jacob y los doce apóstoles de Cristo! Jesús lo hizo a propósito, no es casualidad, eligió a doce hombres bien concretos, como bien conocidos eran los doce hijos de Israel. De algún modo los quiere como ellos: débiles y pecadores, ¡ pero unidos como hermanos! Porque como los hijos de Israel, unidos son invencibles. No habrá mal que se les resista. Unidos a Jesucristo y formando una gran fraternidad entre ellos,  tendrán siempre la Gracia y «autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia».  Y por eso les recomienda: «no vayáis a tierras de gentiles, ni a las ciudades de Samaría…»; es decir, como hijos míos no os separéis de mí, no vayáis detrás de otros bienes que no son mi amor y mi casa (Iglesia).  No os disperséis en tierras donde en el corazón reinan los ideales del hedonismo, los privilegios, el estar unos por encima de los otros, los protagonismos, envidias y ambiciones. Porque entonces perderéis el tesoro más precioso: vuestra fraternidad y el amor verdadero que conocéis. Así, bien unidos en el Amor, caminad en la vida, y mostrad a todos «que el reino de Dios esta cerca». No es de extrañar que antes de morir Jesús rezara a gritos:  «Padre… los que me diste…que todos sean uno para que el mundo crea» (Jn 17,21).