Dice el dicho popular  que «no es oro todo lo que reluce». Significa que cada persona, familia o pueblo, tiene sus secretos, algo que esconder o un pasado turbio. Al pueblo elegido de Dios le pasa exactamente igual. Su historia está llena de Dios, llena de triunfos,… pero también está llena de pecados, desgracias, y fracasos. Después del esplendor del reinado de Salomón vendrá la división de las tribus en los dos reinos, vendrá su propia «guerra civil». Así el reino del norte, Israel, tendrá su capital en Samaría; y Judá, el reino del sur, mantendrá su capital en Jerusalem. El odio entre judíos y samaritanos quedará patente de modo centenario hasta la época del mismo Jesús. Es un hijo de Judá, quien es llamado a ir a sus hermanos del norte para proclamar la palabra del Señor. Dios no se queda impasible ante la desgracia que sobreviene a su pueblo por su división interna y llama a profetas-pastores como Amós para que vuelvan a reunir al descarriado pueblo de Israel. Él no es de linaje profético ni «hijo de profeta», es decir, educado para tal misión, pero tiene que llevar a los hijos dispersos de Israel dos importantes mensajes. Son las palabras preferidas de Dios: reunión y santidad. ¡Reuníos de nuevo, pueblo de Yahveh! ¡Reuníos entorno a vuestro Dios! ¡Procurad su santidad y justicia!. Pero…¿cómo vivir al lado de alguien que me ha ofendido, cómo me puede pedir Dios reencontrarme con aquel que no me quiere bien? ¿Cómo estar cerca de personas que piensan y sienten muy diferente a mí? ¿Cómo me pide Dios santidad cuando bien sabe mi historia de pecado? ¿Cómo puedo tener un corazón sencillo cuando se me ha endurecido con las heridas de los años y los golpes de la vida? Pero Dios siempre nos lo pedirá, ya que es la ley del Cielo.

Pablo en la segunda lectura nos explica claramente este deseo de Dios. Va a ser el mismo profeta y pastor por excelencia, el mismo Hijo de Dios vivo, quien ha venido a la tierra para «recapitular todas las cosas en él». Es decir reunir a los dispersos y hacerles alcanzar la felicidad de la santidad. Así dice San Pablo hoy: «porque antes de la creación nos ha destinado a ser santos e irreprochables ante él por el amor».

Por eso en el evangelio, al reunir a los doce apóstoles, para formar la nueva fraternidad del mundo,  los manda buscar «a las ovejas descarriadas de Israel». Van de dos en dos, como signo de la unidad que quiere para sus hijos separados. Y van sólo con el cayado, sin nada más. ¿Qué significa ser enviados con el cayado? Muchas explicaciones se pueden dar pero  la Plegaria Eucarística sobre la Reconciliación nos aclara: «Guárdanos a todos en comunión de fe y de amor con el Papa y nuestro obispo…» ¿No son ellos los apóstoles? ¿No son ellos los que llevan el cayado? Pues ya sabemos lo que significa: unidos a ellos, hemos de llevar «la fe y el amor». Éste es nuestro cayado para el camino,  el que obra la unidad de los distintos  y la santidad de los pecadores.

Dos palabras han de ser grabadas a fuego en el corazón de los cristianos para toda nuestra vida: «reunión» y «santidad». Uno es el cayado con el que caminar hacia ellos: «amor» (de Dios) y fe. Hagamos un pacto este domingo sagrado: «en mi familia, amigos, conocidos, vecinos, parroquia, movimiento, asociación,… que nunca pierda la fe y el amor».