Con estos calores que nos torran, ni la informática se resiste a no hacer alguna de las suyas. Así que, sudando y sudando, ayer el ordenador no estaba para muchos esfuerzos y nos dejó sin comentario. Menos mal que, a fuerza de coscorrones, nos vamos acostumbrando a convivir con estos desaguisados de la informática, que nos acarrean de vez en cuando algún que otro calentón.

Claro que peor es acostumbrarse a vivir con la cizaña metida en el cuerpo. El evangelio de hoy, en el que el Señor nos explica la parábola del trigo y la cizaña, está muy bien situado en estos calores de julio, que los segadores han de soportar, mientras hacen la siega y la trilla en la era. Ya lo dice nuestro sabio refranero: “ara, siembra, escarda y espera, que Dios velará por tu sementera”.

Somos muy dados a pensar que la cizaña está fuera: en los otros, en el mundo, en los demás, siempre en el otro y en los demás. Pocas veces tenemos la valentía de reconocer que esa cizaña la llevamos todos dentro, pues procede de nuestro pecado, y ha de convivir en nuestro interior con el trigo sano y limpio que la gracia de Dios siembra en nuestra tierra. No se trata de que nos acostumbremos a ver crecer la cizaña, es decir, que nos resignemos piadosamente a pactar con nuestros defectos, porque a estas alturas de la vida ya uno no va a cambiar, y bla, bla, bla. No. Una de las tareas espirituales que más nos hacen sudar es la de tener que estar continuamente arrancando esa cizaña, con la certeza de que volverá a crecer cuando menos te lo esperes. Y mira que intentamos que no salga, pero no hay manera. Y lo peor es que, cuando se la va dejando crecer, se hace tan espesa e invasiva que puede llegar a ahogar el trigo. También lo dice el sabio refrán: “con viento se limpia el trigo y los vicios con castigo”. Claro que también tenemos el otro peligro: nos preocupamos tanto, tanto de la cizaña, de nuestros defectos, de nuestros pecados, de nuestras miserias y limitaciones, que terminamos por no ver el trigo y reducir la vida espiritual a un continuo fumigar y desparasitar la cosecha. Ya lo dice también el refrán: “al triste, el puñado de trigo se le vuelve alpiste”.

Nos cansamos de separar la paja del trigo, de arrancar una y otra vez la cizaña, de esperar pacientemente a que el grano sembrado crezca y dé fruto. Nos cansamos de todo lo espiritual, y más cuando el calor nos lo pone más difícil. O más fácil, porque tenemos la excusa perfecta para echar la culpa de nuestra desidia y tibieza al calor, al cambio climático y al exceso de contaminación. Pero, también dice el refrán que “más vale sudar que toser y tiritar”. En el fondo, ansiamos el efecto Saulo: en pocos minutos y solo con una caída del caballo, Saulo se convirtió en Pablo. Sí, Pablo, el de las cartas y el de los viajes. Y nosotros, en cambio: que si a Misa, que si a confesarnos, que si a rezar, que si hacemos esto y lo otro… y ni caballo, ni cartas, ni viajes, ni conversiones express y, por si fuera poco, ahí sigue la cizaña de siempre, la de todos los días, la misma desde hace años.

No somos dueños de la cosecha. Tampoco son nuestros los tiempos y los modos en que Dios va cuidando de su sementera. Pero, hay que ponérselo fácil al Señor, cuando venga al final de los tiempos a separar el trigo y a echar la cizaña en el horno encendido. A nosotros nos toca cuidar la tierra, trabajarla y abonarla, para que el trigo llegue a espigar y dar fruto. Porque dice el refrán que “más valen frutos que flores, que los unos dan sabores y los otros no más que olores”. Y pocas veces nos fijamos en la actitud del labrador: es el amor a la tierra, al grano, al fruto, lo que le hace perseverar en los trabajos, a pesar de que la solanera de julio invite a no complicarse la vida. Al final, el trabajo principal ha de ser el amor, no el voluntarismo, pero un amor muy concreto, muy realista, muy hundido en el surco de la propia tierra. Y ya lo dice el refrán: “ara bien, y cogerás trigo”. Y este otro también: “no le pidas trigo a la tierra que no riegues a diario”.