No suele ser habitual que la muerte de un hermano, o de una persona cercana y querida arranque en nosotros un acto de fe en Dios. Más bien, la muerte suele interpelarnos profundamente, nos sitúa ante el misterio y puede hacer tambalear los cimientos de nuestra débil confianza en Dios. Pero, el misterio no se explica desde razonamientos humanos, no cabe en la lata de nuestros esquemas humanos. El misterio, simplemente, se acepta y se contempla, intuyendo en él la presencia de un Dios Padre providente, que se nos manifiesta como el Señor del tiempo y de la vida.

El evangelio presenta a Marta como la gran protagonista de un camino de fe, que arranca precisamente de la muerte de su hermano Lázaro. Algo, por otra parte, incomprensible: ¿no era Lázaro un amigo predilecto del Señor? ¿Por qué, entonces, el Señor le deja morir y no hace nada por él? Sí, es verdad que luego hizo un milagro, pero en lugar de complicar las cosas, ¿no hubiera sido más rápido y eficaz que el Señor hubiera hecho el milagro de curarle a tiempo? Algo así andarían murmurando aquellos judíos que se arremolinaron en casa de Marta y María, ignorantes del extraordinario encuentro entre el Señor y Marta, que se estaba produciendo fuera de la casa. Marta tuvo la valentía de abandonar su pasado, de salir de su casa, para ir al encuentro del Señor. Apeló al poder de su oración ante el Padre y, aferrada a su fe, no dudó en confesar a Cristo como el Mesías, por encima de las apariencias de la muerte. Jesús, conmovido por la fe de esta mujer y por la amistad que le unía a esta familia, mostró a todos su poderío sobre la vida y la muerte, resucitando a Lázaro.

Nos cuesta confiar en Dios, dueño de la vida, no solo ante el misterio de la muerte sino también ante todo aquello que dentro y fuera de nosotros nos habla de muerte. Conviven en nosotros la vida de Dios y la muerte del pecado; pero, a veces nos limitamos a ser como aquellos judíos, que prefieren llorar y lastimarse por el cadaver, antes que salir al encuentro de la vida. Cuántas rutinas, faltas de omisión, ocasiones de bien desperdiciadas, defectos no corregidos, costumbres tibias, etc., que van mermando en nosotros la fuente de la vida. Nos resulta incluso más cómodo convivir con el pecado que tener la valentía de dejarnos tocar por la vida, aunque nos cueste salir de nuestra casa. Aprendamos de esta mujer a dejarnos complicar la vida por Dios, a desinstalarnos de nuestros viejos y caducos esquemas, a creer firmemente en Dios, a pesar de que las apariencias nos traicionen una y otra vez. En Marta resuenan ecos de Abraham: creer en Dios contra toda esperanza.