Qué atractivo especial tendría la predicación del Señor que, según el Evangelio, eran grandes multitudes las que le seguían, atraídos por su palabra. El evangelista nos recoge el detalle de los cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, que escucharon la predicación sobre el pan de vida y vieron el milagro de la multiplicación de los panes. A estas multitudes, ávidas de escuchar al Maestro, el Señor les explicaba las intimidades del misterio de Dios a través de sencillas parábolas.

No es fácil predicar en parábolas. No es fácil resumir en una imagen breve y sencilla lo esencial del misterio de Dios, porque tendemos a complicarlo todo con nuestros esquemas y razonamientos humanos. Al corazón complicado le resulta incomprensible la sencillez del Evangelio y escandalosa la normalidad con que el misterio de Dios se nos da a través de la carne humana. La sencillez del Evangelio despista nuestro corazón complicado y soberbio, que cree imposible que todo un Dios pueda hacerse accesible a través de lo más humano del hombre. Por eso, a la sabiduría del mundo le resulta insulso un trozo de pan en la Eucaristía, una parábola, un pesebre, una madre virgen, unos rudos apóstoles y una cruz. Y, sin embargo, el estilo de Dios es ese, y solo ese: la sencillez y la normalidad.

Pero, sencillez no significa bobería ni ñonería; no significa ir por la calle con el cuello torcido y con cara de bobo piadoso, ni tampoco significa renunciar a todas las exigencias que supone vivir el Evangelio. El atractivo grande que la predicación del Señor despertaba en aquellas multitudes nos debería interpelar interiormente, de cara a replantearnos muchos de nuestros apostolados, predicaciones, reuniones, programas y otros tantos inventos pastorales. No deberíamos renunciar a la tarea diaria de descomplicarnos en la vida espiritual, de ir a lo esencial, de no poner el corazón en los medios o en las formas sino en Dios y solo en Él. Pero, respiramos criterios mundanos por todos nuestros poros y, sin querer, terminamos convirtiendo en evangélicos muchos de esos criterios, que responden a una lógica demasiado mundana. Muchos de esos criterios, más propios del mundo que de la lógica de la Iglesia o del Evangelio, terminan escondiendo, bajo apariencia de bien, lo que en realidad es solo la búsqueda del propio interés, de la propia estima y del propio egoísmo o conveniencia. A muchos de los fariseos, contemporáneos a Jesús, que oyeron aquella predicación en parábolas, el Evangelio les resultó inadecuado a los tiempos y poco acorde con su mentalidad religiosa de Maestros autorizados para interpretar la Ley.

Mientras no descubramos el atractivo de la sencillez, no habremos entrado en el corazón del Evangelio y, por supuesto, no sé de qué estaremos predicando. Quién sabe si no estaremos alentando muchas defecciones de católicos solo porque predicamos, con la palabra y con la vida, un evangelio complicado y abstracto, dirigido a extraterrestres, fruto de nuestra personal interpretación pero que, en realidad, no se corresponde con la versión original que aquellas multitudes oyeron de labios de Jesús.