Hoy comentaba con unos de la parroquia mientras desayunábamos después de la Misa, que realmente, quién desea en su vida hacer el mal a nadie como fin y sentido de ella, consciente y deliberadamente. Sólo quien está mal de la cabeza o una persona malvada o esclava del odio o del maligno. El mal existe y caemos en sus tentaciones haciendo, por desgracia, acciones que están mal, que hacen daño u ofenden a los demás. Pecamos, en contra de la voluntad de Dios.

Ante esta realidad, nos sentimos muchas veces impotentes, débiles y enfadados con nosotros mismos, porque en nuestro interior deseamos y queremos hacer el bien, contribuir a la felicidad de los demás y a la nuestra propia ¿Quién no siente amor por alguien? ¿Quién no desea ser mejor? ¿Quién no quiere que los que tiene cerca, y él, sean felices? Todos, o la inmensa mayoría, lo deseamos y luchamos por ello. Pero, nos cuesta mucho y parece que no acertamos siempre en nuestras estrategias, ¿por qué?

Hoy se nos muestra el tres veces Santo, tal y como es, en la gloria de aquel que ilumina nuestras vidas y que nos ayuda en esta constante transformación hacia la blancura o limpieza de nuestros deseos y actos, de nuestras personas. Cuando nos bautizaron, nos impusieron una vestidura blanca y a nuestros padres y padrinos se les encomendó la responsabilidad de educarnos y preservarnos de perder esta “blancura” que teníamos como “hijos de la luz”, hijos de Dios en Cristo, para poder participar un día del triunfo de la Vida Eterna con el que sus vestidos son de un blanco deslumbrador.

Los apóstoles elegidos son testigos de la divinidad de Cristo para que nosotros recibamos este testimonio que nos ayude en esta lucha permanente contra el pecado, contra el mal, contra el príncipe del pecado. Jesús es el que tiene poder real y dominio para vencer al mal, para alcanzar nuestros más nobles y profundos deseos de santidad, de bien, de felicidad. Él nos enseña, nos va formando y transformando para vivir en el bien y evitar el pecado. Él es el camino que cada vez va facilitando más las cosas y nos lleva a vivir el Reino de Dios que no tendrá fin, porque nuestra vida esta llamada a la inmortalidad con Él.

«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
No se puede decir más claro ni más directo a nosotros. Tenemos la certeza de que escuchar al Señor es lo que tenemos que hacer, porque es voluntad de Dios, y lo mejor que podemos hacer en nuestra vida para aprender a vivir como cristianos que somos, como hijos de la luz que queremos hacer el bien, hacer felices a los demás, ser felices, ser santos ¿A qué esperas? Tienes la Palabra, la oración, la comunidad, los pastores de la Iglesia…