El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido… Así de sencillo, a la par que impresionante, suena la palabra del Señor en la Sinagoga de Nazaret. Unas palabras que los nazarenos conocían bien, era el profeta Isaías, y, por tanto, nada de extraordinario pasaba, además como dice Lucas era un sábado más, como de costumbre.

Lo sorprendente viene cuando Jesús, con toda solemnidad enrolla el libro, lo devuelve, se sienta y con los ojos de todos fijos en Él exclama: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Sorprendente porque lo que estaba diciendo Jesús, el hijo de José, como allí se le conocía, era que Él es el Mesías, el ungido, sobre quién está el Espíritu del Señor.

Jesús es el Mesías, el Espíritu Santo está sobre Él, es más, Él es la fuente de la que mana el Espíritu Santo para nosotros. Él, el ungido, es enviado con la fuerza del Espíritu Santo. ¡Esto es sorprendente! De ahí que los habitantes de Nazaret estén admirados.

Pero no se quedaba todo ahí. La segunda gran sorpresa del pueblo era que ese mismo Espíritu también está sobre el cristiano. También el cristiano es ungido por el Espíritu Santo. No sólo Jesús es ungido sino que también lo somos nosotros. Esas mismas palabras del profeta Isaías las podemos decir cada uno de los bautizados. Cristo, el ungido, nos hace cristos a los ungidos por el Santo Crisma.

Es, por tanto, el mismo Espíritu que envió a Jesús a anunciar el Evangelio a los pobres y a los cautivos la libertad, a devolver la vista a los ciegos, etc. el que también nos envía a nosotros que hemos sido ungidos el día de nuestro bautismo.

Entonces surge en nosotros una gran necesidad: ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, dejarse hacer por Él. En otras palabras, ser cristiano significa dejarse mover por el Espíritu del Señor. Así lo dirá San Pablo a los cristianos de Roma: los que son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los verdaderos hijos de Dios (Rm 8, 14).

Pidamos al Señor que renueve en nosotros la gracia del Bautismo y nos haga valorar ese gran regalo por medio del cual Dios nos marca con el sello del Espíritu Santo para la vida eterna. Así definía el Bautismo San Ireneo de Lyon: El Bautismo, en efecto, es el sella de la vida eterna.

Que la Virgen María nos enseñe la docilidad al Espíritu Santo en nuestra vida.