Detrás de esta acción del Señor parece estar la mano creadora de Dios. El Dios que se manchó las manos de barro al crear a Adán es el mismo que ahora mete los dedos en lo oídos del sordo y con su saliva le toca la lengua.

Esta acción del Señor ha pasado a la liturgia bautismal en la Iglesia. El ministro haciendo la señal de la cruz sobre los labios y los oídos del neófito dice: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe”. Y cada mañana al comenzar la Liturgia de las Horas decimos: Señor ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.  Si no se nos abren los oídos no podemos escuchar la palabra de Dios y solo escuchamos nuestra palabra, nos escuchamos a nosotros mismos. Si no se los abren los labios en lugar de proclamar la fe nos anunciamos a nosotros mismos y eso no atrae nada.

¿Por qué experimentamos nuestros oídos y nuestros labios cerrados? El salmo 94 pone en relación dos cuestiones centrales: escucharla voz de Dios y la dureza de corazón. «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis el corazón«.

El pecado nos ha endurecido el corazón y necesitamos que el Señor nos abra el oído y nos desate la lengua para poder escucharla y proclamarla.

Existe una cerrazón interior, decía Benedicto XVI en una oración del ángelus, que concierne al núcleo profundo de la persona, al que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Por eso decía que esta pequeña palabra, «Effetá» —«ábrete»— resume en sí toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que por el pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a comunicar con Dios y con los demás.

También a nosotros, como a este sordo que presentan a Jesús mientras atravesaba la Decápolis, el Señor quiere abrirnos el corazón para poder darnos un corazón como el suyo capaz de escuchar a Dios.  Podíamos introducir en nuestra oración cotidiana esta petición: “Effetá”. Así Jesús abrirá en nosotros lo que el pecado ha cerrado.

Que la Virgen María cuyos oídos siempre estuvieron abiertos para escuchar la Palabra de Dios y cuyos labios siempre estuvieron abiertos para proclamarla nos conceda la gracia de ser como ella: Dichosos por escuchar la Palabra de Dios y por cumplirla.