Santos: Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia; Felipe, Macrobio, Julián, Ligorio, mártires; Maurilio, Eulogio, obispos; Amado, abad; Israel y Teobaldo Santos, canónigos; Beato Amadeo, monje y abad; Venerio, eremita.

En Dialogus historicus de Paladio, obispo de Hierápolis, encontramos datos de su vida y también en otras fuentes históricas del mismo siglo v, pero el principal arranque de documentación está en sus propios escritos. Es uno de los Padres de la Iglesia Oriental que poseyó una elocuencia fuera de lo común y difícilmente igualable que le valió el apelativo de Crisóstomo –«boca de oro»– con el que ha pasado a la historia, que lo considera como uno de los más grandes oradores de la humanidad. El papa san Pío V lo declaró Doctor de la Iglesia en el año 1568.

Nació en Antioquía alrededor del año 350. Su padre era cristiano y posiblemente latino; se llamaba Secundo y era uno de los generales de la armada de Siria; su madre, Antusa, de ascendencia griega, se tuvo que ocupar de la educación de Juan casi en exclusiva, por la muerte prematura de su esposo; pero lo hizo con gran esmero y responsabilidad, poniéndolo en manos de los mejores maestros. Quizá heredó de su madre la ternura, la persuasión y la firme defensa de los derechos de Dios; y también es posible que de su padre tomara algunas características que le hicieron hombre brusco, violento y nada diplomático. A este carácter suyo se atribuyen las desdichas que se abatieron sobre él en la Constantinopla que hervía de intrigas, lujos y vanidades, cuando sonó su voz sin contemplaciones, sin miedo.

Estudió filosofía en la escuela de Andragathius y retórica con el sofista Libanios. Fue la oportunidad de relacionarse con Teodoro, futuro obispo de Mopsuestia, y con Máximo, que más tarde sería obispo de Seleucia, en Isauria.

A los 18 años comienza a sentir aprecio por la doctrina sagrada que profesan los católicos; por eso quiso acompañar al confesor de la fe Melecio de Armenia en sus frecuentes viajes. Recibió el bautismo, después de un largo tiempo de preparación, cuando Juan tenía 21 años, y en Antioquía lo nombraron lector, que debía tener a su cargo la narración de las Escrituras Santas en las asambleas litúrgicas.

El nuevo converso sintió la voz de la soledad y se retiró al silencio del desierto porque, antes de hablar de Dios, hay que aprender a callar y a escucharle; dos años vivió en una cueva con mucha oración; pero el poco dormir e intenso estudio del testamento de Cristo hicieron que su salud se quebrantara y se viera en la necesidad de dejar aquel estilo de vida y regresar a Antioquía; ahora le confiere el obispo Melecio el diaconado y, desde el año 386, es el sacerdote que durante 12 años ilumina a la Iglesia de Antioquía con su doctrina, mostrándose en todo momento como modelo ejemplar para el clero.

Murió Nectario, el obispo de Constantinopla, el año 397, y a la sede le salieron muchos novios. Pero eligieron, nombraron y consagraron obispo a Juan; lo hizo Teófilo, el patriarca de Alejandría, en el mes de febrero del 398.

Entre sus actividades como pastor, se dedicó preferentemente a la atención del clero que estaba necesitado de reforma: no eran infrecuentes los clérigos y diáconos cuya conducta sabía a escándalo para el resto de los fieles por su afición a la avaricia y a la lujuria. Tuvo que armarse de fortaleza para deponer de sus funciones a algunos colaboradores directos que se mostraban recalcitrantes impenitentes. No aceptó los dispendios, enredos y mal gobierno en que estaba sumida la administración de los bienes económicos de la Iglesia o del propio obispo. Fundó un hospital para la atención de peregrinos y de los pobres. Se ocupó de las viudas, dedicó su tiempo a la pastoral directa con sus fieles en lo que se refiere a la catequesis, la administración de los sacramentos y al cuidado en lo tocante a la dignidad del culto.

No tardó en hacerse notar la envidia –el vicio de los mediocres– incluida la de sus colegas en el episcopado.

Echando leña al fuego, supieron aprovechar –entre los intrigantes estaba también Teófilo de Alejandría, que no había sabido aguantar el tirón de ser pospuesto para la sede de Constantinopla– el conflicto que se originó entre la emperatriz Eudoxia y el Patriarca. Este, sin pelos en la lengua, había recriminado en público, delante de la corte imperial, los frecuentes abusos de poder y dejaba en su predicación bien claro el peligro que encierra para el alma el afán de riquezas; no se quedó mudo a la hora de criticar el desenfrenado lujo y el despilfarro, que era como quitar el pan a los pobres; censuraba los modos de vivir no cristianos que se introducían suave y sutilmente en el palacio del emperador. El asunto terminó con la deposición de Crisóstomo y su destierro en el 404 a Bitinia; regresará a petición de la misma emperatriz, hasta la nueva expulsión en la noche de Pascua del mismo año, sin que le dejaran terminar –por la violencia de las armas– el bautismo de los trescientos catecúmenos que estaban dispuestos y preparados. Esta vez lo desterraron a Cúcuso, en Armenia. Pero como la relativa proximidad provoca espontáneas peregrinaciones de gente que quiere ver y oír al santo, llega una nueva orden imperial que manda un traslado forzoso a Pitio, que es lugar más lejano. No pudo llegar; murió, yendo de camino, en Cumana.

Su cuerpo se trasladó a Constantinopla y lo enterraron en la iglesia de los Apóstoles.

La herencia teológica que deja en sus obras escritas no es sistemática. Entre sus numerosísimas homilías pueden distinguirse las que tienen como desarrollo un tema bíblico, comentando la Sagrada Escritura. Otras son apologéticas, contra los errores de los herejes. Algunas tienen un marcado fin catequético litúrgico. También se conservan bastantes de sus panegíricos y otros discursos circunstanciales, algún tratado teológico y multitud de cartas.

En la iconografía bizantina se le representa con un pergamino en la mano del que mana un río cuyas aguas beben los fieles. Su emblema es una colmena de abeja que simboliza a su elocuencia, dulce como la miel.