El misterio de la Cruz supone una piedra de escándalo para muchos. Sin embargo, nos guste o no, todos estamos implicado en él. Como mínimo sabemos que la cruz ha sido elaborada con nuestros pecados. Todos hemos contribuido a que ella exista. Lo cierto, es que si sólo pudiéramos mirarla de esta manera, sentiríamos horror y vergüenza. Quizás por eso para muchos resulta insoportable. Sin embargo, en la cruz también contemplamos a nuestro Redentor. En ella, sobre ese lecho de pecado, está Jesús sostenido por su amor hacia nosotros. Y eso es aún más sorprendente porque el Señor está allí libremente. Como dijo san Máximo el Confesor, Cristo “murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente”.

En la Cruz se nos manifiesta la grandeza del amor; el amor más alto por decirlo de alguna manera. Por eso, mirando la Cruz, se abran las puertas para que purifiquemos nuestro amor. Y en nuestro tiempo tenemos una gran necesidad de ello. Vivimos en una sociedad de amor falsificado. Se utiliza mucho ese término, pero está devaluado. Es un amor que no se caracteriza por la entrega y que se desvanece ante la menor posibilidad de sufrimiento. Es un amor transformado en capricho. Por eso no es extraño que muchas personas que dicen “amar”, o que se complacen en “amores a su medida”, no puedan experimentar ningún crecimiento y, sorprendentemente, muchas veces salen defraudados de su amor.

En la Cruz Jesús expresa su amor de forma extrema. Muere, entregándose por nuestra salvación, y lo hace cargando con nuestras culpas. Lo hace como si fueran suyas. No hay en su entrega nada de reproche, ni de resentimiento oculto. Es un amor total, que le lleva al desgarramiento.

La primera lectura del libro de los Números, una de las dos que pueden escogerse, explica aquella situación de Israel acosado por las serpientes venenosas. Su picadura era mortal. La serpiente de bronce, elevada en lo alto, era, para quienes la miraban su curación. Era una figura de lo que sucedería en la Cruz. Por eso también se nos invita a nosotros a mirar a la Cruz. Pero lo que era figura ahora es eficaz, porque Jesús ha hecho de ese madero de muerte un árbol de vida.

Por mucho que nuestra inteligencia no sea capaz de penetrar este misterio en toda su profundidad, podemos unirnos a él por el afecto. Son muchos los santos que se han abrazado a ella, porque han conocido allí el amor de Jesús por nosotros. Sin ese amor todo es absurdo. Pero precisamente para que descubramos cómo nos ama, se realizó el sacrificio del Calvario. Dice san Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Misterio muy grande, pero que no podemos dejar pasar de largo, porque en él se nos revela el amor de Dios.