Quizás no de la misma manera, pero puede habernos ocurrido el juzgar a quienes, exteriormente, tienen un comportamiento que nos parece desordenado. El fariseo Simón lo resume perfectamente “es una pecadora”. Es un juicio que descalifica todas las acciones de aquella mujer. Por eso Simón no percibe ni el arrepentimiento, manifestado en las lágrimas, ni el agradecimiento, que embarga el corazón de aquella mujer y que se derrama en elocuentes signos de afectos hacia el Señor.

Simón tampoco puede entender que aquella mujer, por más pecadora que fuera, no podía manchar a Jesús. Que, por el contrario, Jesús había venido, precisamente, para traer la salvación a los pecadores. Misterio grandísimo de cómo Dios se acerca a nosotros y Él, que es totalmente santo, asume una carne como la nuestra para poder tocarnos. La mano del pecador no mancha; la del Hijo de Dios, cura y da la salvación. Frente a todos los rituales que pretendían preservar la pureza, Jesús nos muestra la misericordia. Esta no sólo nos mantiene en el camino del Señor sino que nos permite acercar a los demás el amor que Dios nos tiene y que también les tiene a ellos.
Pero impresiona sobre manera la afirmación de Jesús: “tiene mucho amor”. No podemos separar la búsqueda de la santidad del amor. Jesús precisamente se ha hecho pobre, dice san Pablo en un momento, para enriquecernos. Y, ¿cómo nos enriquece el Señor? Lo hace con su amor. De eso es de lo que estamos más necesitados. Es lo que le falta al fariseo Simón y quizás también aquello de lo que nosotros andamos escasos. Por eso hoy mi petición al Señor es, dame esa capacidad de amarte que tenía aquella mujer. Que comprenda, como decía el Cura de Ars que un pecado mío, por grande que sea, es como un grano de arena al lado de la montaña de tu misericordia.
Si tuviera ese amor sabría acercarme a ti de la manera adecuada. Sabría como llorar mis faltas sin caer en la desesperación y mostrarte mi agradecimiento convertida en una alabanza amorosa. Podría también vencer los respetos humanos, como hizo aquella mujer, que no temió acercarse a ti en medio de toda aquella gente “justa”. Irrumpió arrastrada por su amor y atraída por tu bondad. Sabía que, por mucha gente que hubiera estaba ella y tú y que ante ti y que ahí es donde se juega todo.
Y no podemos dejar de contemplar la bondad de Jesús. ¡ De qué manera tan hermosa reprende a Simón! No lo desprecia sino que le enseña a ver para cambiar su corazón. Cuando despide a su mujer, a quien le son perdonados sus pecados por su fe y que puede irse en paz, Jesús se queda en casa de Simón. No lo desprecia, porque quiere que todos los hombres se salven. No se aparta de él, porque quiere que cambie. Jesús nos enseña así a ablandar nuestro corazón. Quiere que sintamos misericordia de los demás y así comprendamos mejor su misericordia. Es como un círculo. El amor que Dios nos tiene nos mueve a querer a los demás y el ser misericordiosos con el prójimo nos lleva a comprender mejor cuán necesitados estamos del amor de Jesús y cómo el nos quiere.
Una vez más descubrimos la grandeza del amor que Dios nos tiene y sentimos la necesidad de dejarnos amar más y de aprender a amar mejor. Que la Virgen María nos ayude en este camino.