El evangelio de hoy nos da una noticia aparentemente poco importante: Jesús va de pueblo en pueblo acompañado de sus discípulos y de bastantes mujeres pues, aunque sólo se citan los nombres de la Magdalena, Juana y Susana, se añade que había muchas otras.

En primer lugar se nos señala que permanecían junto a Cristo acompañándolo a todas partes. No llevaban con ellos a Cristo sino que era el Señor quien los arrastraba tras de sí. Aquí ya hay un primer punto: darse cuenta de que nos somos nosotros quienes marcamos la agenda del Señor, sino que somos invitados a secundar su proyecto de salvación. Se trata siempre de ir donde el Señor quiere estar.

En la primera lectura san Pablo señala a Timoteo un criterio para permanecer junto a Cristo: la fidelidad a la doctrina recibida. El beato Newman se refiere en algún momento a quienes reducen la pertenencia a Cristo a el mero sentimiento interior. Y señala la insuficiencia de este como criterio de pertenencia. Por el contrario, la fidelidad a la fe profesada sí que indica algo. Sabemos que permanecemos en Cristo, en primer lugar, porque nos reconocemos pertenecientes a una Iglesia que nos ha transmitido un Credo que nosotros aceptamos por la fe. La renuncia a ese credo genera, como indica el apóstol, división y discordias. Sobre el núcleo de la fe no puede haber controversias.

Ciertamente la pertenencia a Cristo, por la confesión, mueve a la imitación. De alguna manera se señala en el texto de hoy al indicar que caminaban con Cristo. Buscar obedecer en todo los mandatos de Cristo y cumplir la voluntad de Dios. De manera que yendo de pueblo en pueblo (lo que indica la multitud de posibilidades de nuestra vida, llena de acontecimientos diversos), siempre podemos caminar de la mano de Cristo. De esa manera siempre nuestra vida será proclamación del Evangelio del reino de Dios.

Por otra parte se señala que las mujeres ayudaban con sus bienes al Señor. Contrasta esta actitud con la prevención que hace el apóstol a su discípulo Timoteo alertando sobre los que van detrás del dinero. La piedad nunca puede ser una manera de lucro. Quien, de la forma que fuese, torciera su pertenencia a Cristo y su vocación con el fin de ganar dinero corre el peligro, dice san Pablo, de perder la fe. La codicia, señala, “es la raíz de todos los males”.

La relación con las riquezas, y en general con los bienes materiales, a menudo es complicada para nosotros. Sin embargo, del evangelio de hoy deducimos un criterio que siempre es válido: que nuestros bienes ayuden a Cristo; es decir que todos nuestros recursos intelectuales, morales, materiales, sirvan para que el reino de Dios se propague más y más.

Pidamos a María Santísima, que con su fe y su colaboración maternal coopera de una manera única en la redención, que nos enseñe a ser fieles discípulos del Señor y a no negarle nada.