La parábola que leemos hoy nos instruye sobre las diversas actitudes con que es recibida la Palabra de Dios. Esta siempre es la misma, pero los hombres que la reciben lo hacen de desigual manera. De la parábola se deduce una enseñanza de la Iglesia: Dios no niega a nadie su gracia. Es decir, Dios desea que todos los hombres se salven. Esta es una verdad sostenida por las Escrituras. Pero no siempre acogemos la Palabra de Dios de la manera adecuada, lo que aquí viene simbolizado por la diversidad de terrenos.

Los teólogos se han devanado los sesos intentando explicar la relación entre la libertad y la gracia. No es un tema nada fácil. La historia de la Iglesia está llena de controversias al respecto. Sin embargo, es muy posible que todos nosotros tengamos alguna experiencia de ello. ¿No experimentamos que muchas veces hemos salido adelante por una ayuda que no podemos interpretar más que señalando a Dios? ¿No es también cierto que cuando fallamos nos damos cuenta de que hemos sido nosotros los responsables? Y en esa lucha que cada uno sostiene vemos que la gracia de Dios siempre es mucho más generosa de lo esperado. Dios nos sorprende continuamente. Hay cosas que sabemos son verdaderas aunque no encontremos la manera de explicarlas. Una de ellas es la conciencia de que somos libres y, al mismo tiempo, de que experimentamos la ayuda de Dios en muchos momentos de nuestra vida.

Por otra parte, la parábola ilustra muchos de esos motivos por los que la Palabra de Dios no produce el fruto esperado. La imagen es muy plástica. Como tantas otras de las utilizadas por Jesús está tomada de la vida y es fácilmente comprensible por nosotros. Además, por si no fuera bastante, Él mismo se encarga de explicar el significado a sus apóstoles y, a través de ellos, a nosotros. Muchas veces he oído a gente del campo referirse a un terreno como más o menos adecuado para cierto cultivo y también señalar algunas parcelas como absolutamente baldías; de pequeño he arrancado hierbas de entre medio de los cultivos para favorecer el cultivo de las hortalizas, y sé que incluso un desierto llega a florecer (y por cierto con gran belleza), en época de lluvias para, a los pocos días, volver a ser el secarral estéril de siempre; he visto a los cerdos y a los pájaros buscando los granos que quedan perdidos cuando se siembra a voleo y he sentido una gran alegría en el momento de la cosecha cuando la espiga se inclina ante el hombre para ofrecerle su fruto. Y algo parecido, nos dice Jesús, sucede con el corazón del hombre. La semilla siempre es poderosa y está llamada a dar fruto abundante, pero la tierra no siempre le ofrece esa posibilidad.

Detrás de esta parábola se esconde una llamada para acoger con generosidad el don que Dios nos da. La tierra fecunda parece que es la humildad. Me parece como si el Señor nos dijera: te doy la semilla, pero déjame que también trabaje la tierra y todo llegará a buen término. Porque podemos pensar que con recibir el anuncio ya es suficiente. Así nos equivocamos, porque la gracia ha de ser sostenida por la gracia. Dios nos da el inicio, pero también el incremento. Hay que dejarse trabajar por él para que lleve a plenitud lo que ha iniciado.

Que la Virgen María, que mostró siempre una disponibilidad absoluta a la voluntad de Dios, nos ayude a acoger la gracia que él nos ofrece.