Narra el evangelio de hoy que por aquel tiempo Jesús iba instruyendo a sus discípulos sobre su muerte y resurrección. También dice que ellos no entendían que quería decir y tampoco preguntaban por miedo. Entonces ocupaban su mente en otras cosas en algún caso muy distantes de las enseñanzas del Señor. Así, aquel día, habían discutido sobre quién era el más importante.

Aquí vemos varias cosas. La primera, más general, es que no siempre entendemos del todo las enseñanzas de Cristo, tanto las que realiza de palabra como aquellas que nos transmite con su vida. Ciertamente, como dice el mismo Jesús en otros momentos, necesitamos de la luz del Espíritu Santo para poder entenderlas bien. Él nos dijo que el Espíritu Santo nos o enseñaría todo. Sin la luz del Espíritu Santo no podemos entender bien sus enseñanzas. Por eso el riesgo de encerrarnos en aquello que creemos controlar; aquello de lo que pensamos sabemos. Pero el evangelio de hoy muestra también que tampoco de eso sabemos bien. La verdad de Cristo ilumina toda la realidad humana. Sólo desde Él podemos entenderlo todo de manera adecuada. Por otra parte es significativo que ya que los discípulos no se atrevían a preguntar sea el mismo Jesús quien les pregunta a ellos.

La segunda parte de la enseñanza trata sobre quién es el verdaderamente más importante. El modo de proceder de Jesús debió impresionar a los discípulos. Si nos colocamos en la escena también nosotros quedamos desconcertados. En primer lugar el Señor dice que quien quiera ser el primero que sea el ultimo de todos y su servidor. Esto exige un cambio radical de mentalidad. No basta con pensarlo, ni siquiera con proponérselo. Se impone pedir a Jesús que nos enseñe cómo hacerlo. Porque continuamente, en tantos aspectos de la vida queremos sobresalir: nos importa tener razón, que nos reconozcan; poder mandar; soñamos con ser importantes o nos comparamos con otros que pensamos son inferiores… Entender las palabras del Señor supone ponerlas en práctica y para todo ello necesitamos de su gracia, de la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Y Jesús corrobora su enseñanza poniendo un niño en medio de ellos al que, en signo de afecto, abraza. Y dice esas palabras tremendas “Quien acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí”. Quizás alguna vez hemos pensado en qué cosa grande podemos hacer para responder a Cristo, porque queremos servirle. Nos encontramos con esta imagen, en principio desconcertante. Jesús nos habla y espera en la inocencia de un niño. Imagen que nos remite también al pobre, al necesitado, al indefenso… a aquel que quizás no puede responder a nuestro gesto. También a aquel que, en su pequeñez, va a pasar desapercibido y con ello también nuestra acción, que no será espectacular a los ojos del mundo.

Por otra parte, servir al que es pequeño supone una grandeza que sólo se ilumina mirando a Cristo, que siendo Dios se abajó hasta nosotros para liberarnos y se compadeció de nuestras debilidades. En el mundo tienen servidores los grandes, los que pueden pagarlos o los que imponen su dominio sobre los demás. Jesús, volviendo nuestra mirada sobre el niño, nos invita a descubrir la importancia del amor sin esperar nada a cambio. Del amor hacia él, imitando lo que él ha hecho; volviéndonos a los que en principio parece que no pueden corresponder. Hoy encontramos una invitación a introducirnos en el dinamismo del amor del Corazón de Jesús.