¿Te consideras discípulo de Jesucristo? No es cualquier cosa. Un discípulo en tiempos de Jesús no tenía porqué cohabitar con su maestro en la misma vivienda, pero debía fielmente asistir a sus lecciones y ser obediente a las indicaciones del maestro. He ahí las disposiciones más básicas de un discípulo: fidelidad y obediencia al maestro. Si te has dado cuenta, Jesús se sitúa como un verdadero «rabí»(maestro) de su época porque no pide lo mismo: «el que permanece en mí y yo en él…», «el que escucha mi palabra y la pone en práctica….», etc.  ¿Estamos dispuestos? ¿Queremos seguir al Señor como discípulos, siendo fieles a su compañía y atentos a sus mandatos? Pues escucha, porque hoy nuestro Señor exige algo más: «no llevéis nada para el camino…».

Para Jesús lo más importante de nosotros como sus seguidores es hacernos perfectos, a la medida del Amor de su Padre. De ahí todas las profundas exigencias en su camino: «coger el arado y no mirar atrás»,  «dejar padre, hemano, o riquezas»,  «abrazar la cruz de cada día», … junto con la de hoy, son caras de un mismo prisma. Un discípulo de Cristo es aquel que camina en el perfeccionamiento de su «amar». Todas los mandatos de Jesús son las condiciones para desarrollar plenamente el Amor de Dios en cada uno. Son los ejercicios de entrenamiento que nos pueden capacitar para amar como Dios Trinidad nos ama. Por eso es vital poner la máxima atención.

«No lleves nada para el camino», ni siquiera el afán de ser aceptado por los demás. Eso es lo que el sacerdote Esdras (Ezra) echa en cara a sus compatriotas al repensar la razón de la destrucción de su ciudad santa y su dispersión en Babilonia. Por querer ser como los otros pueblos, Israel perdió su libertad, adoró los dioses extranjeros y se olvidó de Dos. Ese olvido le llevo a su ruina y a su esclavitud. Por eso, el pueblo judío bien dispuesto a seguir a Dios (el resto) es el único que puede reconstruir la ciudad santa de Jerusalén y su templo. Igualmente todos los cristianos, como el nuevo pueblo de Dios, verdaderos discípulos de Cristo, somos los llamados a reconstruir la sagrada vida del hombre y sus relaciones.

«Ni bastón, alforja, pan, dinero, ni túnica de repuesto». El que ama con agilidad necesita estar afectivamente desapegado de cualquier interés o beneficio. Ya lo dijo: «bienaventurados los pobres de espíritu…».  El que ama generosamente, nada pide y todo da. El amor perfecto de Dios es así: cuando estaba en la Cruz, en el momento supremo de su entrega, nada tenía; desnudo y sin ninguna posesión, no dió de lo que tenía sino que se dió a sí mismo. Esto es lo que Jesús quiere hoy: no lleves nada para contentarte con dar de lo que tengas, sino eres tú mismo quien tiene que entregarse. Y aquel que rechaza la entrega generosa de un cristiano, y no quiere sumarse a esta dinámica, lo que consigue es quedarse más encerrado entre las limitaciones de su propio yo, y a la postre, más infeliz y envuelto en su propia culpa.

Sin embargo, ¿qué consigues con ser un buen discípulo de Cristo? Estar lleno de nuevas capacidades para curar los corazones de muchos, devolver a otros la esperanza de futuro y  comunicar a todos la realidad de que otro mundo es posible.