¡Cuántas veces nos preocupamos demasiado por los frutos de nuestra entrega! Los discípulos aparecen en el evangelio de hoy orgullosos por el fruto de su misión, pues los demonios se los someten. Sin embargo Jesús les invita a alegrarse con una alegría más profunda, que no hunde sus raíces en la actividad humana, sino en el amor incondicional de Dios. La misión puede salir mejor o peor, pero no debe ser eso lo que sostenga o alimente nuestra entrega, sino la certeza de que Dios nos ama no por lo que hacemos, sino porque somos sus hijos. Nuestros nombres están escritos en el cielo y eso no depende de nosotros.

Actualmente atravesamos en la Iglesia y en concreto en Europa un proceso de secularización. Parece que nuestra misión no es eficaz y no vemos muchos resultados y eso nos puede ocasionar desánimo. El Papa Francisco en la Evangelii Gaudium nos invita a no desanimarnos ante los aparentes fracasos pastorales y a valorar nuestra entrega, sabiendo que todo gesto de amor que hagamos, para Dios es fecundo y no se pierde: “Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15, 5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará fruto, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo…Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida” (EG 279).

Esta cita de Lucas me ha hecho recordar la vida de Charles de Foucauld, un santo que en vida no llegó a ver el fruto de su obra, aún así no se echó atrás en lo que entendió de Dios. Se convirtió en expedición a Tierra Santa, donde permaneció unos años. Después se trasladó al desierto del Sahara, donde también vivió algunos años. Deseaba poder compartir su vocación con otros hermanos, pero en vida nunca lo consiguió. Sin embargo, hoy en día existen varias asociaciones de fieles, comunidades religiosas e institutos seculares de laicos y sacerdotes que siguen su espiritualidad. La vida de este santo nos enseña la importancia de la fidelidad en lo pequeño a la voluntad de Dios, aunque nuestros ojos no vean ningún fruto. Nosotros no podemos medir ni calcular la trascendencia de nuestra pequeña fidelidad, solo Dios lo sabe.

Pidamos en la oración de este día que el Señor nos ayude a descubrir cómo nos ama, cómo nos ha elegido desde siempre y cómo nuestros nombres ya están escritos en el cielo. Que ese sea el motor de nuestra entrega de cada día.