Sorprende la libertad del Señor para sentarse a comer en casa del fariseo, sin caer en la tentación del buenismo y del quedar bien. Desde nuestra óptica, quizá pensamos que tampoco tenía que ser tan extremista y exagerado: total por lavarse las manos, solo por cumplir con ese gesto tan complaciente y dialogante con el fariseo, se hubiera ganado su simpatía y los dos hubieran quedado tan bien uno con el otro. En cambio, por no lavarse las manos, aquella comida empezó mal, porque Jesús tuvo que cantarle las cuarenta a aquel fariseo tan celoso de sus normas y cumplimientos y, más celoso aún, de su buena imagen y del qué dirán. Así que no se acomplejó el Señor al tener que decirle a su anfitrión alguna que otra verdad en directo y a la cara: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis derobos y maldades”.

San Pablo tampoco se andaba con tonterías. No se avergüenza del Evangelio –dice-, y al que tiene que llamar necio, se lo llama con todas las letras, por ir de sabio y listo por el mundo. Es decir, lo blanco es blanco y lo negro es negro; lo cual significa que lo blanco no es gris y que el gris no es negro. Pero, claro, en el ambiente en que nos movemos cualquiera se complica la vida por defender tonalidades y colores… Y, así, terminamos contemporizando con toda la paleta cromática de los tonos grises, con tal de evitar ese “qué dirán de nosotros si nos ven el plumero de católicos por algún lado”.

El problema, además, es que a fuerza de ir por la vida con el traje de camuflaje, para que no se nos note mucho cómo pensamos, o qué rezamos, terminamos por contemporizar también con nuestra mediocridad interior, justificando con excusas y todo tipo de motivos piadosos y buenos todas nuestras incoherencias, faltas y pecados. El que juguetea con el mundo termina jugueteando también con Dios y, termina por no tomarse en serio ni a sí mismo. En realidad, con ese gesto de no lavarse las manos, el Señor reclama para el fariseo una pureza y limpieza interior, mucho más radical y sincera que todas las abluciones y lavabos que se hacen por mero cumplimiento. Qué difícil es limpiar el corazón de las propias suciedades cuando se vive acostumbrado a vivir una entrega grisácea y mediocre, es decir, que no llega a ser ni blanca ni negra, porque se queda solo en las ganas, o en los meros cumplimientos externos. El buenismo es, quizá, una de las peores tentaciones, porque nos impide darnos cuenta siquiera de que hemos caído en ella.

El Evangelio nos invita continuamente a la sinceridad con uno mismo, a destapar todo ese ropaje interior con el que revestimos de bien tantas mediocridades de cada día. Bien sabía el Señor con quién iba a comer y en qué situación tan embarazosa se iba a encontrar, entrando en casa de un fariseo. Así que nada de desánimos: que ya sabe el Señor de qué pasta estamos hechos, y por quien se deja comer cada día en nuestras Eucaristías. Nuestras caídas no deben ser nunca ocasión de desánimo sino, más bien, de todo lo contrario: una invitación continua a la confianza total en ese Dios que se sienta cada día a la mesa de nuestra vida y de nuestras debilidades. Pero, eso sí, pidamos al Señor que nos libre de ese virus del buenismo que convierte el vino en agua, y que hace saltos mortales por conseguir hacer del negro y el blanco un gris aterciopelado y dialogante con el mundo.