Mientras no se demuestre lo contrario, nuestra condición humana es la que es: muy limitada y, a veces, olvidadiza y de mirada corta. Así que las palabras duras que, en el Evangelio de hoy, dirige Jesús a los fariseos de su época se aplican, en realidad, a los fariseos de todas las épocas. Porque nadie está libre de un cierto fariseísmo en la vida espiritual. Y, al final, a todos nos gusta ser maestros de la ley, es decir, a todos nos gusta interpretar, glosar y adaptar a nuestra medida la ley de Dios y cada página del Evangelio.

El Señor, en realidad, denuncia la actitud del corazón, que se encandila ante la apariencia externa de esas obras, cumplimientos, devociones, prácticas religiosas, etc., que nacen más del culto al propio yo que del amor a Dios. Cuántas veces canonizamos en vida a alguien, que es un santo muy santo santísimo, solo porque le vemos hacer obras apostólicas afamadas, o porque de vez en cuando pone cara de éxtasis al rezar. Es el amor a Dios el que debe llevarnos a las obras, porque de las obras no siempre nace el amor a Dios. Si pudiéramos agrandar con una lupa especial nuestros propios actos, veríamos que muchos de ellos, realizados en nombre de Dios y del bien a los demás, nacen, en realidad, de un tufillo de autocomplacencia, de vanidad, de afán por quedar bien o del miedo al qué dirán. Qué importante es limpiar la intención de nuestros actos de todo aquello que afea la acción de Dios en nosotros. Pero, para ello, hace falta mucha sinceridad ante uno mismo, para reconocer, sin excusas ni falsas justificaciones, que vivimos nuestro día a día regateando con las cosas de Dios y quitando importancia a nuestra mediocridad.

Es verdad que el Señor, que conoce el corazón de todo hombre, nos pagará según nuestras obras. Pero, cuando esas obras nacen de la acción de la gracia en nosotros, se convierten, en realidad, en nuestra paga. No hay mayor paga que dejar que el Espíritu de Dios invada nuestro corazón mezquino y corto y lo haga amar con el amor mismo de Dios. Solo entonces nuestras obras serán un signo para el mundo, como aquellos signos que Cristo mismo realizó ante los ojos de tantos fariseos y maestros de su época. No actuemos como fariseos, aunque el mundo no entienda nuestra lógica, porque entonces ya habremos recibido la paga merecida.