Comentario Pastoral

¿QUIENES SON LOS SANTOS?

La solemnidad de Todos los Santos comenzó a celebrarse en torno al año 800. Es celebración que resume y concentra en un día todo el santoral del año, pero que principalmente recuerda a los santos anónimos sin ornacina ni imagen reconocible en los retablos. Son innumerables los testigos fieles del Evangelio, los seguidores de las Bienaventuranzas. Hoy celebramos a los que han sabido hacerse pobres en el espíritu, a los sufridos, a los pacíficos, a los defensores de la justicia, a los perseguidos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón.

¿Quiénes son los santos? Son esa multitud innumerable de hombres y mujeres, de toda raza, edad y condición, que se desvivieron por los demás, que vencieron el egoísmo, que perdonaron siempre. Santos son los que han hecho de su vida una Epifanía de los valores trascendentes; por eso quienes buscan a Dios lo encuentran con facilidad humanizado en los santos.

Me parece que es Bernanos el que ha escrito lo siguiente: «He perdido la infancia y no la puedo reconquistar sino por medio de la santidad». ¿Qué es, pues, la santidad? La santidad es la totalidad del espíritu de las Bienaventuranzas, que se leen en el evangelio de la Misa. La totalidad es pobreza, mansedumbre, justicia, pureza, paz, misericordia. Es apertura y donación que tienen como símbolo la confianza de un niño.

Santidad es tener conciencia efectiva de ser hijo de Dios. Este sentido de filiación debe ser acrecentado a través de la purificación interior y así alcanzar la meta plena de nuestra conformación con Dios.

Santidad es pluralidad. Cada uno debe seguir a Cristo desde su propia circunstancia y talante; desde su nación, raza y lengua; en los días felices y cuando la tribulación arranca lágrimas del corazón; en la soledad del claustro o en el vértigo de la ciudad; en la buena y en la mala salud.

Alcanzar la santidad es descubrir el espíritu de alabanza y paz que debe animar toda la existencia. Buscar lo bueno siempre. Defender la teología de la bendición en medio de tantas maldiciones.

La santidad es una aventura, un riesgo que vale la pena correr. La transformación del mundo la han hecho fundamentalmente los santos con su testimonio de vida coherente que desbarata las rivalidades y crea la nueva fraternidad. «En el camino hacia Cristo todos somos condiscípulos, compañeros del viaje a la santidad».

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Apocalipsis 7,2-4. 9-14 Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6
san Juan 3, 1-3 san Mateo 5, 1-12a

Comprender la Palabra

El vidente del Apocalipsis contempla en el cielo una muchedumbre inmensa, como resultado del proyecto que Dios tiene para todos los hombres y para todas las naciones. Así como el número de los marcados (144.000) indicaba que todo el pueblo de Israel era invitado a participar del triunfo y de la gloria del Mesías, así también la revelación apocalíptica contempla la certeza de que la llamada a la salvación es un proyecto universal de Dios para toda la humanidad. Son muchos los que se salvan, repite la Escritura. Pero es necesario vigilar y orar para no caer en la tentación de la apostasía, del abandono, de la renuncia a seguir adelante el camino marcado por el Evangelio y asumido por todos en el Bautismo. Y para aquellos a los que no ha alcanzado aún el Evangelio y, por tanto, todavía no participan de la fe en Jesucristo, el proyecto salvador de Dios se refleja en sus conciencias que les empuja a un comportamiento conforme a la voluntad del Padre y del Creador. Es necesario insistir hoy en esta oferta universal, sin límite, para asegurar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a que mantengan firme la esperanza y el compromiso que arranca de la fe en Jesús.

El apóstol en su primera carta afirma que ya somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos. La obra de Cristo, expresión del amor del Padre en la Cruz y expresión acabada del poder de Dios en la Resurrección, nos ha revelado plenamente el proyecto original de Dios: un proyecto de vida feliz para el hombre. Nos hizo a su imagen y semejanza. Y Dios es vivo y feliz. Por tanto los hombres, sus imágenes, están destinados a la misma realidad. Se promete al hombre que será semejante a Dios, porque le verá tal cual es. Éste es el destino más consolador para el hombre. Inmerso en esta historia cotidiana, saturada de experiencias destructoras y de muerte, que parece desmentir tales proyectos de Dios, el hombre recibe un mensaje que necesita: lo que anhela consciente o inconscientemente, se le asegura en Jesús resucitado.

El sermón de la montaña o constitución básica del reino se abre con la proclamación de las bienaventuranzas. Jesús sale al encuentro de todos los hombres de todos los tiempos que anhelan la felicidad. Dios quiere que todos los hombres encuentren la felicidad en la situación en la que se encuentre. Es la página más original del Evangelio de Jesús. La definición más breve, concisa y acertada de la bienaventuiranza evangélica es que son congratulaciones de Jesús. Las bienaventuranzas se dirigen en dos líneas: congratularse con los que se encuentran en situación desesperada; congratularse con los que son capaces de vivir actitudes originales y nuevas propuestas por Jesús. Las bienaventuranzas son puro Evangelio de la gracia.

El Evangelio es la respuesta definitiva de Dios para las urgencias más profundas del hombre ofrecida en Cristo Jesús. En primer lugar, las bienaventuranzas son una bendición de Dios en Cristo. El Dios amoroso y misericordioso quiere la felicidad del hombre. En segundo lugar, las bienaventuranzas evangélicas las proclamó Jesús para vivirlas en este mundo. Es necesario proclamar, oportuna e inoportunamente, esta verdad consoladora: las bienaventuranzas son para aquí y ahora. Las bienaventuranzas no son ni una panacea estéril, ni una huída de la tragedia que sufre la humanidad. Son una respuesta que sale al encuentro del hombre real, en su experiencia real y variada. Sólo así será un mensaje creíble y asumible para el hombre de hoy.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones

Conmemoración de todos los fieles difuntos

 

La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, al día siguiente de la Solemnidad de Todos los Santos, fue instituída por san Odilón de Cluny el año 998. Por influjo de los monjes cluniacenses se difundió ampliamente durante el siglo XI. En Roma comenzó a celebrarse en el siglo XIV.

La costumbre de rezar por los difuntos existe desde el comienzo mismo de la Iglesia. Desde antiguo, una vez enterrado el difunto, se le recomienda litúrgicamente, principalmente el día de su nacimiento para la vida eterna – día de su muerte física -, celebrando la eucaristía para su provecho o sufragio. Así mismo, existía la costumbre de orar y celebrar la Eucaristía una vez al año por todos los difuntos, por tanto un día distinto al de la muerte de cada uno de ellos. Ha existido, además, la tendencia de recordar a los difuntos después de las grandes solemnidades. San Isidoro en el c. 23 de su Regula Monachorum prescribe esta celebración para el lunes después de Pentecostés; el Misal galicano, para después de la octava de Epifanía, y es previsible que algo semejante ocurriese en Roma.

Los formularios de la oración por los difuntos tienen una larga historia, que va asociada al sentido de la muerte y a la importancia que se concede a la resurrección de los muertos. Durante la Edad Media numerosos textos tienen un sentido «terrible», como por ejemplo: el Dies irae, Libera me y el Domine, Iesu Christe, rex glorie, y la ausencia del Aleluya.

La liturgia actual responde a una concepción de la muerte más esperanzada, pues la considera como el último eslabón de una cadena que nos conduce a la casa del Padre, por lo que ha prescindido de estos textos medievales. La celebración se ha visto enriquecida con un abundante y selecto leccionario, y cuatro nuevos prefacios de claro sentido pascual.

La posibilidad de celebrar tres misas el Día de los Fieles Difuntos es relativamente reciente, ya que fue Benedicto XV quien -en 1919, una vez terminada la primera guerra mundial- universalizó el uso de las tres misas: uso que ha conservado la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II.

La Iglesia, por otra parte, ya desde los orígenes tiene la convicción de que está en comunión con los difuntos; por eso ha mantenido la oración por ellos mediante el ofrecimiento de sufragios, de modo especial el de la Eucaristía, aunque puede expresarse también en limosnas, oraciones, obras de penitencia e indulgencias, puesto que son verdaderos sufragios.


Ángel Fontcuberta



 

Para la Semana

Lunes 2:
Conmemoración de los Fieles Difuntos

Lamentaciones 3,17-28. Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.

Sal 129. Desde lo hondo a ti grito, Señor.

Romanos 6,3-9. Andemos en una vida nueva.

Juan 14,1-6. En la casa de mi Padre hay muchas estancias.
Martes 3:
Romanos 12,5-16a. Cada miembro está al servicio de los otros miembros.

Sal 130. Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor

Lucas 14,15-24. Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa.
Miércoles 4:
San Carlos Borromeo (1538-1584), cardenal muy joven, arzobispo de Milán, pastor solícito de su grey.

Romanos 13,8-10. Amar es cumplir la ley entera.

Sal 111. Dichoso el que se apiada y presta.

Lucas 14,25-33. El que no renuncia a todo, no puede ser discípulo mío.
Jueves 5:
Romanos 14,7-12. En la vida y en la muerte somos del Señor.

Sal 26. Espero gozar de la dicha del señor en el país de la vida.

Lucas 5,1-10. Habrá alegría en el cielo por un pecador que se convierta.
Viernes 6:
Santos Mártires Españoles del siglo XX. Memoria.

Romanos 15,14-21. Ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, para que la ofrenda de los gentiles agrade a Dios.

Sal 97. El Señor revela a las naciones su victoria.

Lucas 16,1-8. Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.
Sábado 7:
Romanos 16,3-9.16.22-27. Saludaos unos a otros con el beso ritual.

Sal 144. Bendeciré tu nombre por siempre. Dios
mío, mi rey.

Lucas 16,9-15. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?.