El evangelio narra la curación de varios ciegos. Jesús es la luz del mundo y la ceguera, simbólicamente, es interpretada como la falta de fe. Es ciego, espiritualmente hablando, quien no reconoce la luz. Acostumbrado a las tinieblas (imagen del pecado) sus ojos se han hecho incapaces de percibir la luminosidad, esto es, la belleza de las cosas en tanto que signo de Dios y, finalmente, a Dios mismo.

Hay un acostumbrarse del hombre a Dios. Él es totalmente santo. Sabemos que nadie puede presentarse ante él de golpe: quedaría deslumbrado, esto es, totalmente desbordado por la santidad de Dios. Como quien mira directamente al sol: te quema. Pero Dios nos va educando la vista para que podamos verle cada vez mejor. El misterio de la encarnación, en el que la divinidad se esconde tras la humanidad de un cuerpo real, Dios se acerca al hombre para curarlo de su ceguera. Pero aún ahí, en esa humanidad que es totalmente instrumento de la misericordia divina, Dios está escondido.  Es necesaria la fe.

Hoy nos encontramos con dos ciegos que van gritando detrás de Jesús. Le llaman Hijo de David y piden compasión. Es una petición que con las mismas palabras o parecidas encontramos varias veces en el Evangelio. No sabemos con qué intensidad las pronunciaban aquellos hombres. En cualquier caso Jesús les pregunta para centrar el asunto: “¿creéis que puedo hacerlo?”. Ahí está el meollo de todo. Porque pedimos constantemente al Señor, pero, ¿esperamos que realmente nos escuche? Jesús les pregunta y por tanto los coloca en una situación realmente comprometida. Es decir, han de apostar por él. Y condiciona su milagro a la fe de aquellos hombres que, como la tenían, recuperaron la vista,

Después Jesús les ordena que no digan nada y, aunque lo manda con severidad, no le hacen caso. Qué signifique eso y por qué nos lo cuenta san Mateo no lo sé bien. Hay quienes dicen que estuvo mal que lo hicieran, porque desobedecían a quien les había curado. Hay algo misteriosos en todo esto. Quizás habría que preguntarle a san José, maestro del silencio, para que nos ayude a entenderlo. De momento basta con contemplar que las cosas fueron así.

En este camino de Adviento en que estamos el evangelio de hoy nos hace pensar en nuestra propia ceguera. Es decir, nos espolea a desear más fe. No podemos dejar de recordar que en el misterio de la Anunciación la Virgen expresó su fe incondicional, que era también disponibilidad, a las palabras que Dios le dirigió a través del ángel. Así dejó que quien era la luz viniera a iluminar este mundo. También necesitamos de la luz de la fe para entender mejor el misterio de la Encarnación y para saber qué es lo que necesitamos esperar. Quizás sobre todo esto último. ¿Qué es lo que verdaderamente espero? El Adviento, que vivimos junto con toda la Iglesia me lo recuerda: esperas a Cristo. Ven Señor, no tardes, y cura mi ceguera.