El Evangelio se teje en los contrastes. Simeón alza al Niño, presentándolo a Dios, le aclama como luz para las naciones y gloria de Israel y, al momento, a María le anuncia proféticamente que una espada de dolor le atravesará el alma. María y José, por su parte, estaban asombrados de lo que se decía del Niño, pero también escuchan de Él que será como bandera discutida. Nadie queda indiferente ante este Niño: o le critican, o le ensalzan; o le aceptan, o le rechazan. No caben ante Él las medias tintas ni el conformismo, porque eso es lo propio de la luz: separar y delimitar muy bien las tinieblas de lo luminoso.

Donde no hay luz, parece que no existen las cosas, porque sin luz no distinguimos formas, colores o espacios. Todo parece igual. Por eso, la oscuridad es una de las imágenes que mejor refleja la situación de nuestra cultura y la condición de muchos hombres, incluso cristianos. Fuera de la luz de Cristo, todo da igual porque es lo mismo: el bien y el mal, la doble moral y la moral cristiana, el aborto y la vida, la eutanasia y la muerte digna, lo femenino y lo masculino, creer o no creer, Melchor o Melchora, camellos o burros. El relativismo se confunde con la tolerancia como el cristianismo se confunde con el buenismo. Y, a fuerza de no cuidar ni valorar la luz de la fe, terminamos acostumbrándonos a vivir en la oscuridad y hasta la confundimos con la verdadera luz, con tal de no perder nuestras seguridades humanas, económicas, religiosas, laborales, etc.

Basta leer los titulares a diario para entender con más profundidad qué significa que Cristo viene al mundo como Luz para las naciones. No porque venga a revolucionar el Derecho internacional, o porque convoque a todos los hombres de buena voluntad a hacer una especie de G-20 en Bruselas. A juzgar por esos titulares, en apariencia esa luz de Cristo puede estar brillando muy tenue en el panorama mundial de las naciones. Incluso en el propio corazón de muchos católicos esa luz parece debilitarse cada vez más ante el avance de la oscuridad que siembra el propio pecado. Pero, una cosa es clara: el nacimiento del Hijo de Dios es ya el preludio de su victoria definitiva e irreversible sobre el tiempo y la oscuridad. Y la fuerza de esa victoria avanza implacable a través de los vericuetos de la historia de cada nación y de cada hombre.

Cuidemos esa luz que ha nacido dentro de cada uno de nosotros. No seamos a nuestro alrededor sembradores de oscuridad, aunque el ambiente invite a acomplejarnos y a esconder por miedo nuestra lámpara debajo del celemín. La luz se contagia porque atrae. La oscuridad se extiende porque se impone. Pero, la penumbra, la media luz, o la media oscuridad, ni gusta ni atrae, porque no es ni una cosa ni otra. No podemos quedar indiferentes ante este Niño que nace, con la indiferencia de una fe mediocre y tibia, que no sabe ser para los demás ni luz ni oscuridad. Quién sabe si los propios cristianos, portadores de la luz, somos quizá los responsables de tanta oscuridad que pesa sobre el mundo, solo porque confundimos nuestra propia tibieza con la verdadera luz.