En la historia de Israel, la tribu de Aser jugó un papel muy poco importante. Ana, la profetisa que acompañó a Simeón durante la presentación del Niño Jesús en el Templo, era una anciana viuda descendiente de esta tribu. De manera que, en una familia insignificante a los ojos del mundo, una mujer anciana y viuda, es decir, también insignificante a los ojos del mundo, se convierte en poderosa anunciadora del nacimiento del Hijo de Dios. Ana o tenía prácticamente ninguna papeleta para que la gente la creyera, más bien todo lo contrario. Y, sin embargo, su testimonio tiene la fuerza de la sencillez, pues avalado por su vida piadosa y ejemplar, supo anunciar a Cristo desde la autenticidad con que vivía su fe judía.

Quizá por el atractivo de esta sencillez, el evangelio de hoy termina llevándonos a contemplar la vida escondida de Cristo en Nazareth. Muchos años, quizá alrededor de treinta (¡se dice pronto!) dedicado a hacer eso que hacen todos los niños cuando son niños y tienen que crecer. Lucas nos resume todos esos años en un solo versículo de todo su Evangelio, para destacar e insistir así en la tremenda normalidad con que el Hijo de Dios abrazó nuestra carne y vivió toda nuestra humanidad. Aquí hay algo que nunca nos termina de encajar: pero ¿no era Dios? ¿no vino a salvar al mundo? ¿Qué hace entonces tantos años en una aldea perdida del mapa, dedicado prácticamente a hacer ¡nada!? ¿No debería haber empezado ya a hacer milagros, aunque fuera niño?

Tú y yo nos planteamos la salvación y la vida espiritual desde la complicación de nuestros esquemas y prejuicios. Nos cuesta entender que en lo ordinario de nuestra monotonía diaría se esconde una fuerza espiritual capaz de mover montañas. El misterio de la Navidad nos enseña esto de muchas maneras: si Dios nace en un pesebre ¿no puede nacer también en nuestra actividad cotidiana?; si Dios se esconde en la pobreza de unos pocos pañales, ¿no será capaz de esconderse también en nuestra vida ordinaria?; si Dios Niño se deja acompañar de unos pocos animales y pastores, ¿no se dejará acompañar por cada uno de nosotros, aunque muchas veces seamos más rudos con Dios que esos animales y pastores?

Aquella profetisa, Ana, había sabido encontrar lo esencial de la vida en su entrega a Dios. Su devoción, tan discreta e inadvertida a los ojos del mundo, pasaba ante las grandes obras y sacrificios de los fariseos sin brillo ni relumbrón. Y, sin embargo, fue a ella a quien el Señor se le manifestó nada más comenzar su encarnación. Ni la tribu de Aser, ni la propia Ana, ni la ciudad de Nazaret, podían haber imaginado nunca que Dios las hubiese escogido precisamente porque se salían de los esquemas religiosos y mundanos de la época. No entender el lenguaje de la simplicidad es no entender a Dios y su forma de hacer las cosas. Y mientras sigamos empeñados en meter a Dios en la lata de nuestros esquemas y medidas humanas, no entenderemos ni una sola coma del Evangelio.