anciana¿Una fiebre?, ¿y encima una suegra con fiebre?, para eso no hace falta un milagro, sino sopa caliente y paciencia. La pobre estaba tendida en la cama esperando el proceso natural de la recuperación y llega el Señor con su empeño de agilizar el curso oficial de la naturaleza. Este es de los milagros más raros del Señor, incomparablemente menos espectacular que la posesión de los cerdos de Gerasa, arrastrados acantilado abajo. Pero es más luminoso, por su domesticidad.

Al Señor le importa lo poco importante, una fiebre, una mujer que llora, una higuera que no da de lo suyo, un hijo pródigo que vuelve a casa muerto de hambre, una anciana que echa reales en el cestillo del templo. Ninguna religión ha tenido en cuenta al hombre de esta manera tan ordinaria, tan desde abajo. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos dice que le preocupan los niños y que todo tiene que tener su altura para dar con la medida adecuada. Me hace gracia que mucha gente se acerque a los curas para decirles “rece usted por mí, que Dios le hará más caso”. Parece que la gente pensara que a Dios le importan las gradaciones olvidándose del corazón. Y es al revés, la gradación a escala divina se realiza desde el corazón. A más querer, mayor es el conocimiento.

Ayer conocí a una viuda de 86 años que me decía, con ojos de mucha sinceridad, cuánto echaba de menos a su marido. Después de sesenta años de matrimonio, le parecía que había sido poco tiempo para llegar a dar con su misterio. Una persona que ama tiene estas ansias de indagar en el otro, la pequeña fiebre de la persona amada es la tortura propia. Dice en su último libro Elvira Lindo que cuando tuvo que cuidar a su marido, que se encamó de los fríos de Nueva York, lo hizo con el mismo gusto que pone en sus artículos semanales. El amor de los besos pequeños y de las preocupaciones pequeñas. Así se explica el ser creados a imagen y semejanza de Dios. Un Dios de lo pequeño, que cura la fiebre de una suegra.