El arte ha jugado siempre con la luz porque aporta matices, crea volúmenes, genera sensaciones. Basta introducirse en la catedral de León o contemplar Las Meninas de Velázquez para darse cuenta de ello.

Desde hace unos años se ha puesto de moda iluminar los edificios emblemáticos de las ciudades, aportando a los paseos nocturnos un plus de belleza que los hace incluso más agradables que los diurnos. Muestran una faceta que los arquitectos antiguos nunca hubieran imaginado. Para iluminarlos bien hacen falta expertos: no se trata de poner focos, sino de iluminar bien.

Es también la tarea permanente de la Iglesia, de cada cristiano: no sólo tener luz, sino iluminar bien. Se puede tener la luz debajo del celemín, o en otros lugares inadecuados. Gracias a Dios, nunca han faltado expertos que nos ayuden a colocar la luz donde conviene y que la estancia o el edificio luzcan todo su esplendor.

Esos expertos son los santos. Hoy hacemos memoria de alguien que ha aportado una luz inmensa para el cristianismo: Santo Tomás de Aquino. Sin duda se trata del dominico más conocido y citado. Dicen algunos que se sabía de memoria la Sagrada Escritura; aunque fuera una exageración, nos hace ver la dotes intelectuales que tenía. Destacó igualmente por unir la labor intelectual del teólogo a la experiencia propia del místico. De hecho, fue ambas cosas. Conoció y amó a Dios, y desde Él comprendió al hombre y la creación entera. Toda esa visión sobre Dios y el mundo queda plasmada en sus escritos con la minuciosidad propia de aquellos momentos del medievo, cuando las Universidades comienzan a construir Europa.

Cuentan algunos de sus últimos años de vida que después de un momento de contemplación mística, decidió quemar la Suma Teológica por parecerle vacía y lejana al Dios con quien estaba y al que amaba. Dicha obra sigue siendo hoy de obligada lectura para quien desee saber algo de teología. No obstante, en las últimas décadas se aplican las palabras del evangelio de hoy: muchos han intentado meter esa luz bajo el celemín.

Es necedad no escuchar a Cristo, y es necedad no escuchar a los expertos que le conocen y le aman. En el camino de conversión de la Iglesia, una constante a lo largo de la historia es volver a las fuentes. Y una de ellas es la experiencia de los grandes santos. Son luces en el camino que pueden y deben seguir iluminando el camino de la Iglesia.

Cristo es la luz. Él es el Verbo, la Palabra de Dios, en quien Dios ha hablado. Terminamos por eso con esta oración de gratitud y alabanza que sale de la boca de David: “Tú, mi Dueño y Señor, has hablado; sea bendita la casa de tu siervo para siempre”.