Hace tres días el Señor hizo una de las promesas más bellas que aparecen en la Escritura. Hoy asistimos al episodio más desgraciado, el pecado más conocido en la historia del Rey David. De la mayor promesa de gloria pasamos a la más evidente de las miserias: la lujuria y el asesinato. No podemos decir que la historia sagrada sea precisamente angelical. En ella se plasma la historia de la humanidad, con sus grandezas y sus miserias. Es muy humana. Y ha de serlo porque en ella Dios se va a manifestar con poder y fuerza como salvador.

Sólo se salvan aquellos que quieren ser salvados, los que viven con la conciencia de su propia fragilidad y se encuentran con la grandeza del Señor, ante quien se admiran. Es necesario abrir el corazón, recibir el auxilio de Dios. De entre todos los pecados, la soberbia es el peor porque tergiversa la verdad, la esconde, nos enfrenta —aunque sea imperceptiblemente— a Dios. Se trata de una idolatría encubierta.

Una vez superado el escoyo de la mala disposición del corazón para recibir el perdón de Dios, entonces pueden verse progresivamente con más claridad dos cosas: por un lado, la bajeza del pecado, su inconveniencia para la propia vida, su poder y su influencia, y especialmente su táctica. Conocer al enemigo que llevamos dentro es condición necesaria para crecer en la vida espiritual.

Pero todo eso lo podemos ver porque Cristo lo ilumina: la gracia ilumina la oscuridad, nos da las armas adecuadas a cada combate, nos hace humildes y sencillos. Es la atalaya desde la que podemos contemplar el campo de batalla y plantear una lucha inteligente y astuta. Ya sabemos que esta batalla es diaria, pues cada día enfrentamos todo tipo de situaciones y circunstancias. A veces alcanzamos la victoria; otras la derrota; otras un empate técnico.

El episodio de la estruendosa caída de David se ha unido tradicionalmente a la composición del salmo 50. Se trata de una oración de expiación de aconsejada meditación para quienes sienten la necesidad de un verdadero arrepentimiento, fruto de la gracia de Dios. La Iglesia reza este salmo todos los viernes en la liturgia de las horas, en Laudes, haciendo memoria al mismo tiempo del Viernes Santo en que Cristo, como cordero inmaculado, ofreció a Dios Padre el sacrificio de alabanza que expió todos los pecados del mundo.